25 marzo 2006

Miserable extorsión

Xavier Vendrell es el secretario de organización del partido ERC, siendo también actualmente secretario general del primer consejero del gobieno tripartito catalán. Ante la noticia que recogen hoy distintos medios respecto a que ERC exige cuotas para su partido a trabajadores de la Generalitat, éstas son las explicaciones de dicho personaje, extraídas de El País:

"Cualquier persona que trabaje en un departamento de la Generalitat sin ser funcionario, está allí porque tiene la confianza del consejero y por lo tanto es un cargo de confianza, por eso debe pagar al partido."

Se le pregunta si eso afecta al los interinos:

"Sí. Cualquier persona no funcionaria y por lo tanto susceptible de ser sustituida por otra debe hacer su aportación al partido, aunque no sea militante. También administrativos o telofonistas."

Para terminar de aclarar el malentendido:

"Esquerra es un partido republicano, nosotros no tenemos reyes, y aquí pagamos todos."

No sé bien qué escribir ante esto. Lo fácil sería hablar de asco, miseria, descaro o indignidad. Pero lo cierto es que esta realidad lo que debería darnos es miedo. Este tipo de gente es la que nos gobierna, la que decide nuestra manera de organizarnos como sociedad, la que debe solucionar nuestros problemas, la que nos representa. Este tipo dice con total desfachatez lo que otros partidos seguro que también hacen, pero con mayor discreción gracias a los años que otorga la experiencia. Pero de verdad, es demasido duro, me parece increíble:

gente susceptible de ser sustituida...

aunque no sea militante...

aquí pagamos todos...

El Padrino no podría decirlo mejor; yo al leer esas palabras es como si lo escuchara, con la voz susurrante, arrastrando las sílabas. El imaginario de la mafia que nos legó Coppola hecho realidad.

Pd: Para todos los que con toda la razón del mundo nos hemos quejado alguna vez al ver o tratar a funcionarios inoperantes, aposentados, vagos o incompetentes esto debe ser un aviso para navegantes. El PSOE está manejando una posible ley de funcionariado que establecería incentivos, bajadas de sueldo e incluso despidos para tratar de dinamizar a una anquilosada administración pública. Cuando leí esa noticia me pareció positiva y sigo pensando que se haría desde el convencimiento de que así mejoraría el trabajo público. Pero se nos olvida el porqué de esa seguridad laboral de los funcionarios. Precisamente el motivo es intentar evitar que los distintos gobiernos en el poder puedan inmiscuirse en sus trabajos La idea es que puedan ser lo más independientes posibles y que no dependan sus sueldos y su futuro de uno de los muchos Vendrells que pululan por el lodazal de nuestra política. Ignoro entonces la solución, sólo sé que no debe pasar por decisiones políticas a no ser que queramos que la administración, en sus importantes labores que afectan a nuestro dinero, nuestra intimidad y nuestra organización, se quede ya completamente expuesta al chantaje, al mercadeo y a la extorsión.

Qué asco.

17 marzo 2006

Correr. Huir. Escapar

Escapar. Huir. Correr. Lo más rápido posible. De la manera que sea. Pero sin mirar atrás. No mirar atrás. No. Imposible. Un sudor frío que recorre la frente. La respiración agitada reventando los pulmones. El corazón que golpea y machaca brutalmente el pecho. Pero seguir. Seguir. ¿A dónde? ¿Por qué? Correr. Huir. Escapar. Sin fuerzas. Necesitaba parar, descansar. Lo observaban. Vigilaban. A su alrededor desconocidos a los que no veía sabía que posaban sus ojos sobre él. Sobre mí. Sobre él. Lo miraban desdeñosos, sin pena, sin compasión. Lo escrutaban. Lo conocían. Pero eso no podía ser. Tantos no podían saber de él. Él no los podía conocer. Vergüenza. Miedo. Una esquina. Otra. Un pequeño parque. El banco, vacío. Necesario. Sentarse un instante, parar. Descansar. Nervios, tensión. Sentía que no tenía escapatoria. Que lo atraparían. Venían tras él. Por mí. Tras él. Pisándole los talones. Allí, detrás de la esquina. Los escuchaba hablar, sisear. Sobre él. Seguro. ¿Pero quién era? ¿Por qué huía? ¿De quién? ¿De qué? En pie. Y rápido. Volvían a venir. Escapar. Correr. Huir. Iba a morir. Eso ya lo intuía. Casi, atropellado. Revuelo. Gente a su alrededor. La calle de repente atestada. Golpes. Empujones. Miradas inteligentes interceptadas. Todos estaban en la trama. Contra él. Lágrimas de angustia por las mejillas. En sus labios, mezcladas con sudor. Y sangre. Se mordía los labios con la tensión. Otra calle. Otro golpe. El suelo de nuevo. El revuelo de nuevo. La sangre. El motorista aullando de dolor. Incorporarse y seguir. Seguir. La vista nublada. La sangre de nuevo. Ahora no era en los labios. La brecha en la cabeza. Los dedos sobre ella. La sangre entre los dedos. Dolor. Pero no había tiempo. No podía detenerse, los sentía tras de sí. Parecían esperar que reventara. Que cediera. Que se rindiera. No, eso no. Huir. Correr. Escapar. Otra esquina. Otro mundo. Otra posibilidad. ¿Tal vez ésta?... Otra avenida, enorme. Infinita. Pasos, susurros, gemidos. Detrás. Delante, los edificios. Enormes cuevas del futuro. Gigantes hasta el cielo. Pequeñas las ventanas. Espaciosas las terrazas. Todas iguales, clónicas. Perturbadoras. Y en ellas, ellos. No los distinguía bien, tan sólo los intuía en su carrera. Y sus miradas. Sobre él. Miraban desdeñosos, sin pena, sin compasión. Lo vigilaban. Y detrás... Los sentía en su nuca. Percibía sus pasos, sus carreras. Sus alientos. Casi. Eran decenas, cientos. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? ¿Por qué lo perseguían? ¿Por qué no le dejaban en paz? Escapar. Huir. Correr. Ya todo él era un charco de sudor. La camisa empapada, pegada a su piel. Los pies lacerados, sangrando sudor. La mente aterrorizada, huyendo de él. La razón, a punto de abandonar su ser. Los ojos desquiciados. Fuera casi de sus órbitas. No más. Nada más. No pensar más. Ya no. Ya sólo el fin. Un único objetivo. Correr. Huir. Escapar. No ser cazado. No ser apresado. Continuar. A través de la avenida sin fin. Extrañamente rectilínea. Los balcones repletos, vigilantes. Allí, ellos. Presentes y ausentes. Quietos. Por él. Para él. Contra él. Marchar, marchar. Correr, correr. Para atisbar, de repente, sin lógica, el fin de la avenida sin fin. Otra posibilidad del refugio final. Pero detrás ya están. Corriendo como seres inertes animados. No volver la mirada, no mirar atrás. Pero ahí están, ahí están. Casi lo tocan. El tropiezo. El bordillo. El tobillo. El dolor. Dolor frenético. Frenéticos, abrumadores los brazos se ciernen sobre él. Tan cerca de la salvación. Una mirada desolada al final de la avenida. Casi, casi. Una asustada mirada en derredor... Entonces los ve, los reconoce. Entonces lo miran. Me miran. Lo miran. Ellos son él. Ellos son yo. Yo soy él. Silencio, sorpresa. Retirada. Unos pasos, tan solo. El tiempo se para. Me(se)levanto(ta). Las terrazas. Las ventanas. Los edificios hasta el cielo. Ellos allí también son él. También son yo. Paralizados, todos. En la calle y en los edificios. Petrificados, parecen. Y yo.
 
Huir. Correr. Escapar. ¿De quién? ¿Por qué? ¿ De qué? Allí, al fondo, el fin de la avenida. Acaban las calles. Acaba la ciudad. El fin del pasado. Un nuevo futuro. De nuevo, intentarlo. De nuevo, los brazos. Brazos que reptan, que se agarran con fiereza. Con desesperación. Brazos de hierro. Sus brazos. Todos son suyos. Los que se defienden, los que se liberan. Los que atrapan, los que atacan. No será. Imposible. Jamás podrá llegar. Y ahí está. Tan cerca, tan cerca...Tan lejos.

14 marzo 2006

Disfunciones sociales

  • Una conversación. Un bar cualquiera. Dos personas. La polémica se centra en el Estatut catalán y las diversas consecuencias lógicas que acarrea. No es una conversación desaforada, se discute sobre ideas. Uno de ellos se encuentra ante un callejón que parece no tener salida... Pero no es así, por fin la encuentra:"Pero vamos a ver... ¿Tú no crees en la libre autodeterminación de los pueblos?"... Silencio. Se habla de Cataluña y del País Vasco, no de la India de Gandhi. Da igual. Se plantea una pregunta del siglo XIX en la España del siglo XXI. Da igual. La pregunta se hace con total concentración y pasión libertaria, los ojos brillan con la arrogancia que otorga estar en una posición de inapelable razón progresista. Da igual. Fin de la discusión. ¿Para qué seguir?.
¿Dónde hay que firmar para independizarse de los imbéciles?
  • Un instituto de Secundaria. Un profesor se encarga de traer cada día al centro prensa de pago de manera gratuita. Anteriormente consiguió que fuera El País. El diario desaparecía con rapidez en las manos de sus compañeros. Actualmente, por distintas causas, no consigue la distribución de ese diario para el centro, pero sí la de El Mundo. Los periódicos ahora se amontonan en una esquina. Se recortan los sudokus pero nadie se los lleva. Una profesora recoge uno para llevárselo a casa y leerlo en el metro. Una compañera la mira y le comenta: "Ten cuidado, no te vayas a intoxicar". Da igual intentar explicarle que leer sólo aquello que confirma lo que uno piensa es un ejercicio de inútil onanismo intelectual. Da igual intentar hacerle ver que practica el mismo sectarismo ideológico que con tanta pasión critica. Da igual. Da igual porque es imposible que lo entienda.
¿Dónde hay que firmar para independizarse de los imbéciles?

  • Una reunión de amigos. La tertulia de la copa deriva suavemente hacia el tema inmobiliario. Es inevitable. Un amigo intenta hacer ver la luz a otro. Nada peor que la penumbra de la pretendida lucidez. No es la primera vez, tampoco será la última: "Estás tirando el dinero con el alquiler". Da igual la invasión a la intimidad y a la libre elección de cada uno que supone el comentario. Da igual que uno pague un alquiler de 360 euros mensuales para vivir exactamente donde quiere vivir mientras que el otro vive en un lugar donde jamás se planteó hacerlo gracias a una hipoteca a treinta años. Da igual intentar explicarle que tal vez esa casa jamás será suya. Que igual, antes de terminar de pagarla se jubile y, tal vez, para complementar la pensión, se la tenga que revender al mismo banco con el que se hipotecó. Da igual. Da igual porque es imposible que lo entienda.
¿Dónde hay que firmar para independizarse de los imbéciles?

08 marzo 2006

La lectora imperturbable

Tiene unos nueve o diez años y se recoge el pelo con una coleta. Su cara es regordeta, seria y en ella, una gafas de empollona se acomodan sobre su nariz y tiemblan un tanto al entrar en el vagón del metro de la línea 5. La acompaña su madre, que en silencio pero con firmeza, de manera profesional, orienta a su hija hasta el espacio libre existente entre los asientos, para así escapar de ingente humanidad que abarrota la zona de las puertas. Son cerca de las siete de la tarde y el metro es un lugar silencioso y sucio donde se adivina el agotador cansancio de final de jornada, y en el cuál la gente intenta conseguir su hueco vital para leer, escuchar su MP3 o simplemente no ser tocado o empujado por nadie, mientras su mirada se pierde viendo discurrir las paredes de los túneles que el tren atraviesa. Antes de que éste arranque, quejumbroso, hacia La Latina, la madre se apodera con destreza del asiento que acaba de dejar un presuroso usuario de metro que por poco no se ve arrastrado hacia un destino diferente al que había imaginado. Sin hablar, hace gestos a la cría para que se siente encima de ella pero la niña ignora el ofrecimiento con un escueto gesto, restablece su posición, planta sus pies con fuerza y abre el libro de Harry Potter que lleva entre sus manos. Con gesto concentrado se pone a leer mientras inevitablemente, debido a su poco peso y a que no está agarrada a ningún sitio, los sistemáticos frenazos y aceleraciones del tren le hacen tambalearse de manera continua. Su bamboleo es divertido para el resto de viajeros pero ella, impertérrita, ignora el vaivén, algo que su madre no hace pues mantiene un brazo siempre en tensión cerca de su hija para impedir una posible caída. Aprovechando que la siguiente es su parada alguien se levanta para ofrecer a la madre el asiento para la hija. Con un sonrisa desvaída la madre se lo agradece mientras inquiere con el brazo a la niña para que se coloque a su lado cómodamente. Entonces la niña levanta por primera vez la mirada que mantenía concentrada sobre el libro para lanzar un furiosa mirada silenciosa a su madre, negándose a sentarse, y después lanzar otra aún más furibunda al payaso ése de la coleta (yo) que le ha puesto en el trance de semejante decisión al hacer el ofrecimiento. Aprovechando el vacío de poder generado, otra madre cansada casi arroja a su hijo sobre el asiento libre imposibilitando así la reunión materno filial y evitando el posible conflicto. Mientras me dispongo a bajar en la La Latina echo un vistazo a la niña que se mantiene allí, dando pequeños tumbos, concentrada en su lectura. Justo en ese momento la cazo echando una mirada a su alrededor, una mirada que le sirve para hacer constatar que ahí está ella, de pie, en medio del metro, leyendo su libro, como una más, como una adulta más, como una protoadulta convincente. Y en esa mirada estaba la respuesta de todo, porque al fin y al cabo de eso era de lo que se trataba, aquello era una prueba más del tránsito hacia la vida adulta, una preciosa reivindicación de independencia y madurez por su parte, una manera de buscarse su posición y su estatus dentro de la tribu. Y por fin para un niño leer, aunque fuera en ese contexto, era motivo de orgullo y autoafirmación.

Que nadie le cuente, por favor, lo que darían muchos de los que leen en el metro por una tele en el vagón para no tener que hacerlo para pasar el tiempo.

Los Murrows españoles

Iba a escribir sobre algo que ha aparecido en la prensa española tras el estreno de Buenas noches y buena suerte: todos los periodistas de este país parecen defender y alabar la ética y el valor que Murrow tuvo en su lucha periodística contra los abusos y la imbecilidad del senador Mcarthy y sentirse orgullosos de pertenecer a su misma profesión. Sería bueno entender que la película recoge un momento de la vida de dicho periodista, que sirve al director para poner de relieve la necesidad de luchar contra la supresión de derechos y la limitación de libertades. Lo digo porque Murrow, como tantos periodistas, tiene puntos oscuros en su biografía profesional (extensa) que ponen de manifiesto la dificultad que supone al ser humano mantenerse firme en sus convicciones y no ceder ante las presiones del poder.

Como decía, pensé escribir algo tras leer la epatante información que contaba que la directora de Informe Semanal había declarado que ella al que veía como el Murrow español era a Gabilondo en su lucha contra el Aznarato. Impresionante, estoy seguro que otros como Pedro J. también serán capaces de verse a sí mismos así obviando para ello el baboso papel que realizan todos cuando el poder lo detentan los de su cuerda. Tampoco sería necesario irse a las grandes figuras para observar la servidumbre actual de muchos de los que escriben o hablan en los medios de comunicación hacia el grupo mediático que les da de comer. Es algo que leemos y escuchamos todos los días. Pero al menos siempre quedan francotiradores que, aceptando las mínimas servidumbres posibles, al menos se atreven a escribir cosas como la que cito a continuación. Estas palabras describen mejor que cien de las mías el tema que trato aquí.

Carlos Boyero
sobre Buenas noches y buena suerte, El Mundo, 7 Marzo, 2006:

"Cine creíble de buenos y malos, aunque, mosqueantemente no conozco a ningún profesional del gremio que no se identifique hasta el exceso cómico con la firmeza moral y la arriesgada independencia del legendario Edward Murrow, algo ligeramente patético en época de ratas que escriben cínicamente al dictado de los grupos de poder político y económico que les engordan la nómina"

Para qué añadir más. Me encanta este tío.