28 agosto 2007

En la muerte final de Umbral

Se está convirtiendo en un verano de fosas y obituarios. La peña parece morirse más fácil en verano. Es lo que tiene el descanso. Cuando son los becarios quienes han de hacerse cargo de las páginas anoréxicas de los diarios, que esperan con hambre la vuelta al cole de sus mayores. Y éstos sólo mandan alguna crónica perdida y frívola desde la tumbona, que eso del wifi se extiende que es una barbaridad. Crónica frívola o necrológica sentida. No es tan difícil cambiar de tercio cuando parece que estamos siempre a la caza de un muerto que nos permita utilizar esos adjetivos elogiosos, desconocidos para los vivos. Se muere Umbral. Dicen hoy que del todo. Pero se venía muriendo un poco cada día desde hace ya algunos años. Es lo que tiene la enfermedad, te mata un rato cada amanecer porque te pone fecha de caducidad. Y claro, a nadie le gusta parecerse a un yogurt envasado. De cronista del Madrid de la movida a momia con vida de la misma. Veinte años no son nada. Salvo para el que envejece contándolos. Yo me encontré con Umbral más tarde. Cuando ya no era tan progre, o eso decían. Claro, ya no escribía en El País y se había fugado con Pedro J. Recuerdo como devoraba sus columnas en aquellos primeros años universitarios cuando de manera inexcusable empezaba El Mundo por la última página, su hogar, y después, sólo después, visitaba otras columnas para asistir a los golpes dialécticos que a izquierda y derecha se regalaban entre sí un más joven Losantos con el inefable Luis Solana, o la mesura de Manuel Hidalgo con el entonces ácrata (ya hoy reconvertido) Gabriel Albiac. Pero siempre, sobre todos, se erguía un Umbral aún en plena forma, presto a utilizar su ironía, su memoria y su prosa fragmentada sólo para que yo lo leyera, allí, en el autobús de las montañas, a codazos para poder desplegar el periódico, sorbiendo cada gota de su literatura, aislándome con él de sudores y cuerpos apilados. Después vendrían Las ninfas y Mortal y rosa. Con ellos la confirmación de leer algo diferente, incluso sobrecogedor. Mientras yo lo amaba los demás me venían con gracietas sobre su enfrentamiento con la Milá a causa de su libro. Aún hoy se le recuerda más por esas tonterías que por su literatura. País de analfabetos. Hacía ya unos años que no empezaba El Mundo por la última página, no estaba dispuesto a escuchar los estertores de un muerto envejecido y enfermo. Hoy para recordarlo no leo sus últimas columnas ni recurro a lo que otros cuentan sobre él. Me quedo con el recuerdo proustiano de aquellas columnas leídas, ensoñadas, jóvenes para mí, maduras para él. Y recurro a algún pasaje subrayado hace ya más de diez años:

El cine barato y sin tiempo es el refugio negro y cálido de los que vagamos al atardecer por la ciudades de nieblas, el rincón vaginal donde el hombre acorralado por la vida va a parar cada anochecer, cuando todo queda en suspenso y él ve con claridad indeseada que sus existencia no va a ninguna parte, que no tiene amigos ni dinero ni amantes ni nada que hacer en todo el planeta. Son esos claros que hace la existencia, de pronto, esos remansos donde se enlaguna el tiempo, ocasiones que debieran aprovecharse para meditar en el propio destino y en el destino de la humanidad, pero que nadie aprovecha, pues nadie quiere ver con demasiada evidencia lo que hay cuando cierran las tiendas, se van los amigos y se duermen las preocupaciones: nada

Las ninfas

Estoy oyendo crecer a mi hijo

Mortal y rosa