11 septiembre 2011

Un viejo amigo


Su mensaje llegó a mi móvil de improviso, en la calle, entre otros que requerían mayor inmediatez, en medio de la marea verde que el miércoles comenzó a rugir en la calle contra los recortes aplicados a la educación pública por el Gobierno de Aguirre. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él y de repente nos convocaba, a Carol a y mí, a tomar algo el sábado, en Madrid, donde estaba de visita. En otras épocas de mi vida he mantenido un discurso cínico sobre las amistades y lo efímero de las mismas. No soy de los que ha sido capaz de mantener el contacto con los amigos de la infancia o la adolescencia. Ni tampoco lo he pretendido con mucha intensidad. Con el tiempo incluso, casi he perdido a los de la universidad. Nunca me ha importado demasiado porque siempre he creído que las amistades responden a una especie de ciclo vital, en el que inicialmente se consolidan gracias a que diversas personas confluyen en un lugar, en un tiempo y en un contexto específico; posteriormente se convierten en un eje gravitacional alrededor del cuál gira gran parte de la vida emocional de cada uno de los que disfrutan de ellas; y finalmente, en muchas ocasiones, se diluyen lentamente cuando las distancias personales de los proyectos vitales se acentúan, aparece cierto grado de aburrimiento o alguna otra circunstancia puntual varía. Nunca me ha parecido algo triste, ni motivo de enorme pena o desazón, porque en general el hecho de que en mi vida algunas amistades pasasen a segundo plano ha significado la aparición de otras nuevas con las que disfrutar de diferentes experiencias que siempre me han hecho crecer. Pero en algunos casos, en los mejores casos, nunca mueren del todo. Han sido demasiado importantes, demasiado significativas para que eso les suceda. Tan sólo permanecen en estado latente, congeladas, sustentadas en un cariño indisoluble y sobreviviendo gracias a pequeños contactos esporádicos. Son aquéllas sin las que uno es consciente que no podría escribir su biografía emocional. Este amigo, el del mensaje, es uno de esas amistades. Mis primeros (y excitantes) años en Madrid giran fundamentalmente en torno a dos personas: la primera fue (y sigue siendo) Carol. La segunda, sin duda, fue él. Tardes y noches de sueños, conversaciones, alcohol, risas, cine e incluso algo de teatro permanecen en mi memoria con enorme nitidez, dando forma y sustancia a una parte muy importante de mi vida. Fue una época de absoluta libertad, caóticamente extraña, salvaje y plácida a la vez, en la que el tiempo parecía dilatarse y no había ninguna necesidad de doblegarse a ningún compromiso social ni laboral, por nimio que pareciese. Después, por supuesto, el tiempo pasó y cada uno de nosotros comenzó a transitar por caminos cada vez más alejados, desde los que cada vez costaba más trabajo salir para volver a encontrarnos, para recobrar sensaciones y atmósferas anteriores. Finalmente marchó con su mujer hacia tierras templarias, autoimponiéndose un exilio rural, construyendo un discurso anti-ciudad que necesariamente no podíamos compartir. Da igual. He compartido muchas de sus alegrías, sus miedos, sus fracasos, sus victorias, su búsqueda constante de encontrar su lugar en el mundo sin ceder a lo que parecía ser su destino por estudios o familia. Lo he admirado por eso. Durante los últimos años, cada vez que nos hemos vuelto a ver, una nube oscura sobrevolaba todas sus historias, ensombreciendo su vida injustamente, haciendo que perdiera poco a poco parte de esa jovialidad que siempre le ha caracterizado. La naturaleza nunca se ajusta plenamente a nuestros deseos y cuando éstos son tan intensos la no obtención del objetivo termina pasando inevitablemente su factura. Pero el sábado su cara era diferente. Su sonrisa volvía a ser más plácida. Su mirada, limpia de preocupaciones. Mientras nos contaba la buena nueva y su mujer nos confirmaba la noticia con una leve caricia a su barriga, sentí cómo un extraordinario sentimiento de felicidad me embargaba. Por él. Por su búsqueda. Por sus desvelos. Por las tristezas sufridas. Por los años pasados. No sé si eso se lo pude transmitir con el fuerte abrazo que le di. O sí. Pero desde aquí, ahora, se lo quiero decir de nuevo:

Un fuerte abrazo, viejo amigo. Muchas felicidades y que todo vaya bien. Te lo mereces. Os lo merecéis los dos.

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