24 febrero 2013

Cuando el destino nos alcance (3 de 3)


¿Y entonces? ¿Cuál es el camino? ¿Es posible una revolución? No lo sé, no lo creo, no existe ese Paul Atreides, ese líder de masas que venga a cambiar nuestro mundo, ni creo en la posibilidad de que la masa se convierta en la multitud inteligente que defendieron Negri y Hardt, pero cada día vivo con más rabia la estafa social en la que vivimos y cuyas consecuencias nos quieren hacer tragar, cada día me siento más incapaz de prever salidas justas y viables al drama social en el que andamos inmersos, cada día siento crecer el cinismo en mi interior, la desesperanza, el desencanto, también un cabreo infinito que me revuelve el estómago y me quema la garganta. Incapaz de desconectar pero hasta los cojones de no encontrar la manera de parar todo esto. Aquí de lo que se trata es de si cuando acabe todo esto (si conseguimos que acabe) tendremos un presente y un futuro común o será un sálvese quien pueda, egoísta, insolidario, consustancial al ciego neoliberalismo, totalitario y seductor, que nos ha arrastrado por el fango, que nos ha hundido, que nos ha llevado hasta esta situación. Si dejaremos de creer en la posibilidad de una solución común y colectiva y dedicaremos todos nuestros esfuerzos, como el burro tras la zanahoria, o como los esclavos encima de las bicicletas estáticas de Black Mirror, a correr y correr dentro de un despiadado sistema competitivo en el que la victoria para casi nadie es posible pero todos creen que igual ellos podrán alcanzarla. Si cada uno de nosotros viviremos aislados creyéndonos la ficción, pensando que el problema está en los otros, en su pereza o incapacidad, pero no en nosotros que somos competitivos, adaptables, trabajadores y dinámicos. Mientras todo marche sin problemas, claro, mientras te mantengas en la cima, mientras seas joven, mientras no te alcancen los imponderables que jamás creíste ni te planteaste que te podrían afectar: las enfermedades, los despidos, el propio paso del tiempo… Todo lo que finalmente hará que seas un desecho social, maquinaria prescindible, inútil para una sociedad hierática que no atenderá más que a tu cuenta de resultados inmediatos, una sociedad que científicamente justificará tu exclusión. En el fondo muchos de los que hoy se indignan, se manifiestan, cuestionan el sistema y afean la conducta a políticos y banqueros no dudarían un segundo en tomarse la pastilla azul de Morfeo para reintroducirse en Matrix, en la España de hace seis o siete años, en el Occidente de principios de siglo XXI, en el que marchaba de burbuja en burbuja hasta el estallido final. No darse cuenta de este hecho es no entender la sociedad en la que vivimos, no aceptar la odiosa realidad que nos rodea, dejar que el ruido social que nos envuelve nos engañe y nos lleve a pensar que por fin los ciudadanos han tomado conciencia de su poder y de su importancia. Desgraciadamente muchos de los que creen en la necesidad  de una salida desde la izquierda a la crisis social y económica que padecemos obvian que a una gran parte de la sociedad no le jode que nos estafen sino que ellos no puedan llevarse su parte (pequeña) del pastel, como antaño hicieron.

La solución realista, revolucionaria al tiempo que la única pragmática, increíble al tiempo que la única posible, complicada, casi imposible, pasa por hacerse con el poder las instituciones, por cambiar el sistema desde dentro, sin destruirlo, aceptando las miserias y bondades del capitalismo pero controlando sus excesos por el bien de la mayoría, limitando la libertad individual del ciudadano medio mientras se permite el enriquecimiento inmoral de unos pocos privilegiados. Es lo que hay. Asumamos el relativismo moral posmoderno. No es viable soñar con alcanzar hoy ningún objetivo totalitario. Hay que domar al capitalismo, embridarlo, pero parece imposible destruirlo, incluso nadie parece creer que hacerlo sea finalmente positivo. La clave está en aceptar la tesis del decrecimiento, entendiendo esto como dejar de pretender un crecimiento económico exponencial y suicida, que amenaza no sólo a la sostenibilidad del planeta sino a la propia existencia del ser humano, y buscar el desarrollo de un capitalismo más pausado, regulado, intervenido y dirigido con el que no se amenace continuamente al trabajador y en el que el ciudadano acepte la imposibilidad de alcanzar cotas de lujo innecesario en su vidas. Hemos de asumir que la solución también pasa por disfrutar de la vida de manera diferente, alejándonos del ideal consumista capitalista que ha colonizado nuestros subconscientes y nos lleva a un consumismo irracional en cuanto disponemos de una hora de libertad laboral o unos días de vacaciones. Y recordar que no puede ser lo normal, lo lógico, lo aceptable en una sociedad desarrollada, alquilar la mayor parte de tu vida al mercado laboral para ganar un dinero que apenas sirve para sobrevivir. O cambiamos los ideales vitales y las expectativas de vida o seguiremos estando completa y absolutamente jodidos. Para que todos podamos alcanzar un nivel aceptable de bienestar, para dar cabida a toda la población activa en los mercados laborales, para dejar de trabajar y vivir con miedo permanente y sin posibilidad de negociación con las empresas, todo pasa por entender que debemos trabajar menos horas, cobrar sueldos más bajos y encontrar incentivos diferentes al consumismo para nuestro mayor tiempo de ocio. Por supuesto, para nuestra protección, por el bien de la equidad y la justicia social, el Estado debe proveer y gestionar directamente, sin intermediarios y de manera responsable la educación y la sanidad, además de controlar sin pudor los mercados inmobiliario y energético para moderar su coste y asegurarse de que toda la población pueda disponer siempre de una vivienda digna donde refugiarse, más allá de los vaivenes que la vida siempre depara.

No existen soluciones mágicas, no vamos a participar de una catarsis social por más que muchos la deseemos, hace años que sabemos que no vamos a cambiar el mundo pero sí estamos frente a un cruce de caminos que nos obliga a elegir una dirección u otra para tratar de salir como sea de este cenagal. Y dependiendo de lo que elijamos, dependiendo de la fuerza que tengamos para impedir que sean los otros, los de siempre los que decidan por nosotros en su propio beneficio, dependiendo de nuestra capacidad de organización para defender nuestros espacios sociales y nuestros derechos tendremos un tipo de sociedad u otro, construiremos un futuro u otro y viviremos más o menos libremente o como esclavos del capital.

4 comentarios:

  1. Está claro, Pepe, que esto solo se cambia con una nueva forma (nueva y radicalmente disitinta) de entender la vida, la economía, el trabajo, las relaciones, la labor del estado como férreo vigilante contra monopolios y abusos... Pero a esto solo se llegará quitando a los que hay en el poder, porque ellos no piensan cambiar ni un átomo de lo que hay. Y esa es la gran cuestión, porque tenemos que hacerlo los descontentos, ya que por sí solo no se va a hacer.

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    1. Yo el problema (ya sé que es una visión pesimista) que veo es que no creo que los descontentos reflejen hasta ahora mejor el sentir general de la sociedad que los políticos que están ahí, representándonos pobremente, de rodillas ante el capital. Y que si consiguieramos entre todos cambiar de sentir y entender todo de manera diferente también eligiríamos representantes políticos (de estos y de nuevos que partidos que surgieran)con actitudes y formas de actuar diferentes. Sigo viendo a los políticos como el síntoma, no como la enfermedad, que hunde sus raíces en el sistema económico y en la construcción social.

      Esto no quita, claro, que son absolutamente necesarios el descontento, la indignación, la reivindicación y la subversión. Pero entiendo que esto servirá sólo si logramos convencer, con un alto grado de profundidad, a nuestros conciudadanos de la necesidad de un cambio en la visión de la sociedad porque si no, después del brote de violencia o de indignación con el que se consiguiera eliminar los restos de la antigua política e introducir nuevas caras y nuevos modelos de ejercerla (que ya es mucho soñar), al poco tiempo volveríamos a caer en las mismas contradicciones que nos han arrastrado hasta aquí, porque los arranques emocionales duran poco salvo que estén basados en fuertes convicciones ideológicas y racionales. Y los nuevos políticos, ante la aparición de nuevo de la desidia y el relativismo social no dudo de que terminarían actuando del mismo modo que los antiguos

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  2. Me ha gustado bastante el post pero sobre todo ese último párrafo.

    La situación actual es una enorme oportunidad para hacer borrón y cuenta nueva, para amputar partes putrefactas del sistema o para dejarlo tal y como está. Depende de nosotros, de la sociedad, hacer que el futuro sea como queremos nosotros o como quieren otros que sea.

    Ese cambio, esa nueva mentalidad, está en la calle. El problema es que los que tienen que ejecutar a nivel institucional dichos cambios, nuestros "representantes", no nos oyen. Están cómodos en este sistema que permite que un trabajador medio entre en política y pase a poseer un patrimonio de 22 millones de euros en 10 años. Ellos se acuerdan de nosotros cada cuatro años. El resto del tiempo nosotros nos acordamos de ellos (y de sus madres, y de...) y, lo peor de todo: se ha visto que la política te dota de una dosis de aguante y un nivel de resistencia a vaivenes que es digno de estudio.

    Si pensamos que algún partido político mayoritario va a mover un dedo para cambiar esto creo que pecamos de ingenuidad. Hasta que suceda una desgracia y la paciencia de muchos se termine, entonces no quiero ni pensar qué puede pasar.

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    1. Me alegro de que te guste, Ángel. Pero siguiendo la línea de lo que le he contestado a "el guachimán" es que no me creo eso de que "no nos oyen". Me parece más bien que nos oyen (y nos conocen) a la perfección. Y por eso no nos toman en serio, no nos tienen miedo. Saben que somos inconstantes y superficiales,que nunca nos unimos entre los diferentes colectivos para hacer fuerza: todos consideramos que lo que nos pasa a nosotros es una clara injustica laboral pero la reivindicación de los demás gremios, una vez pasada la explosión inicial que supone su exposición pública, empezamos a verlo como una pesadez, una molestia, un coñazo, una incomodidad creada por gente que "no se tendría que quejar, tanto, coño, que al menos tienen trabajo, son unos privilegiados"

      Por eso se han acostumbrado a nuestras mareas, a nuestros paseos por la ciudades manifestándonos "alegremente", sin vehemencia, sin virulencia y después a casa. Y el lunes a comernos los nuevos recortes y el cambio de modelo social. Y dando las gracias (unos pocos) por tener trabajo

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