23 febrero 2015

La cafetería más triste del mundo

Ceno en soledad tras un largo día dentro de la bestia. Tras casi dos años nos reclamó de nuevo. Por fin tengo un rato solo para mí, para ordenar mis pensamientos y gestionar a duras penas mis miedos, mientras mastico de manera mecánica, alimentándome por mera rutina horaria. Delante de mí, en la cafetería más triste del mundo, tres mujeres que no parecen alcanzar aun los treinta años conversan animadamente, sentadas alrededor de una de las mesas. Mientras me explico, me animo, me hundo, me discuto y me construyo un relato de tranquilidad las observo distraído, sin mucha atención. Una de ellas, de repente, se levanta, va a marcharse, comenzando así el inevitable ritual de despedida, con abrazos intensos, besos y sonrisas un tanto exageradas. Tras desaparecer, las otras dos vuelven a sentarse y comentan algo que no alcanzo a escuchar pero que les hace sonreír a ambas de manera cansada. Se nota que son hermanas, siguen hablando, siguen sonriendo, casi ríen… De repente se hace el silencio, una de ellas se queda mirando un instante al infinito y rompe a llorar. Su cara transmite ahora una angustia incontenible. La otra, sin decir nada, sin que tal vez pueda decir nada que merezca la pena en esos momentos, con una enorme tristeza, despacio, le echa la mano sobre el hombro y aprieta fuerte, apenas un instante, haciéndole saber a su hermana que está ahí, que la entiende, que siente lo mismo, que nada puede hacer salvo ofrecerle ese mínimo contacto, con la esperanza de que sirva para que comprenda que no está sola. No parece tener la más mínima intención de parar ese momento, solo permitir que fluya y que sirva como desahogo necesario. Son solo unos segundos. Después, la primera hermana se recompone, se limpia las lágrimas por debajo de las gafas y comenta algo. Solo entonces la otra retira el brazo, lentamente, terminando el contacto con una leve caricia, sonríe. Continúan charlando. Yo bajo la mirada, las dejo solas, y recuerdo, nos recuerdo, y siento como una ola de afecto hacia ellas crece en mi interior. Hoy a mí no me ha tocado vivir ese carrusel de emociones que ellas están sufriendo, las de verdad, no las que apenas intuimos a través de la ficción, esos arrebatos incontrolables de dolor entremezclados con las conversaciones más banales, con las sonrisas más estériles, las más vacías, las menos comprensibles. Quizás las más necesarias. A mí todo me ha salido hoy bien. Nuestro paso por la bestia será efímero,  no volveré solo a casa. Volveré de nuevo acompañado. Levanto la cabeza y miro por última vez a mi alrededor. De la veintena de mesas que están montadas a esa hora de la noche ni la mitad están ocupadas y en varias de ellas solitarios como yo mastican de manera mecánica, alimentándose, tal vez, por mera rutina horaria. Pido la cuenta. Necesito irme de ahí ya. Pago y huyo. Sin volver la vista atrás.

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