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11 noviembre 2017

Uno de tantos: crónica de un fracaso educativo

Ya empiezo a olvidar su cara. ¿No les pasa eso a todos los profesores? A medida que pasa el tiempo muchas caras se olvidan, los nombres se entremezclan y solo permanecen las experiencias, las situaciones, las historias compartidas con ellos. Otro alumno más entre las decenas de ellos a los que damos clases cada año, entre los cientos de los últimos años. Un repetidor, otro más, extrañamente callado, extremadamente educado. Ese curso yo era tutor de su grupo de 2º de ESO. Solo 23 alumnos. Igual alguno de los tontos habituales considera que con ese número de alumnos el éxito académico debiera estar asegurado. Es lo que tiene el exasperante cuñadismo que provoca la educación: muchos pretenden opinar de lo que apenas son capaces de intuir a través de las limitadas experiencias de sus hijos. Allí, en ese aula, cada día, dando clases, los querría ver a ellos. Lo cierto es que grupos de alumnos como el que comento, de gestión emocional y académica tan complicada, ponen también a prueba esa discreta mediocridad del profesorado de la que he hablado en otras ocasiones, llevan al límite nuestras capacidades y nuestras contradicciones. Grupos de alumnos que se construyen de una manera equivocada en centros que se convierten en guettos sociales debido a la segregación lacerante que la educación reglada sufre en Madrid, con centros educativos de primera, segunda, tercera y cuarta categoría. Un sistema educativo diseñado, no lo olvidemos, en nombre de la libertad de elección de unos padres finalmente cómplices de una desesperante situación que cada año va a peor. "Si necesitas profesores de ciencia ficción, superhéroes de cómic para dar clases es que el sistema ya ha fracasado". Parafraseo a un muy buen amigo mío. No puede tener más razón. Eran 23 alumnos, sí. Pero solo recordar el panorama sociológico y económico en el que se desarrollaban sus vidas estremece. Y a pesar de que algunos, con su esfuerzo y con su inteligencia, parezcan ser capaces de sobreponerse a esas circunstancias personales al final, casi siempre, esas circunstancias condicionarán sus estudios. Como ya condicionan sus expectativas vitales y su comportamiento diario en el aula.

Se sentó desde el primer día allí, al fondo del aula, escupiéndome desde su disposición espacial su desconfianza, su desdén hacia el sistema, su falta de interés, el asco que la cárcel educativa le provocaba. ¿Por qué iba a pensar algo diferente?  El profesor avezado detecta a este tipo de alumnos desde las primeras clases, capta su insumisión inicial a las normas, al sistema, al poder omnímodo de una escuela que no es capaz de explicarse, que a veces ni siquiera lo intenta. Con el paso de los días y de las clases observé que a pesar de lo que pudiera parecer, a pesar de la imagen pública que en cada momento ese chaval quería proyectar, algo chirriaba, algo distorsionaba el relato habitual: su cuaderno era impecable, su forma de expresarse superior a la media, su interés por las ciencias, anómalo. Pronto, desafortunadamente, otras circunstancias también se pusieron de manifiesto: sus amistades eran las peores posibles, desdeñaba sin sentido a varios profesores, faltaba a clase sin justificación y cuando venía sus ojos enrojecidos a primera hora irradiaban un inequívoco fulgor a porros desde esa última fila que él creía su refugio. Tenía 15 años, camino de los 16. Dos cursos por detrás de los de su generación. Dos años mayor que la gran mayoría de sus compañeros.

La labor de tutor es una de esas funciones profesionales del docente que va mucho más allá de aquello para lo que se le contrató. Presupone unas capacidades emocionales y sociales que distan mucho de lo que la mayoría de nosotros tenemos. Durante ese curso (y no lo recuerdo como especialmente anómalo) tuve que lidiar como tutor, en relación a ese grupo, con el robo de un móvil dentro del aula durante las primeras semanas del curso, con una profesora incapaz de asumir que sus clases debían ser para todos, con un embarazo no deseado de una alumna que terminó en aborto, con una alumna que vivía en una casa de acogida porque sus padres habían perdido la custodia, con un alumno cuyo padre acosaba a su madre e intentaba utilizarme para conocer datos de su paradero actual, con una profesora que juzgaba a las alumnas según la cantidad de tela que recubriera su cuerpo, con una alumna gitana a punto de cumplir los 16 años incapaz de decidir sobre su futuro inmediato debido a las presiones familiares, con alumnos disruptivos selectivos (según el profesor que les diera clases), con relaciones de grupo tóxicas... Y junto a todo ello, como una piedra en el zapato, como un orzuelo en el ojo, ahí estaba este alumno: uno más, uno de tantos, extrañamente callado, extremadamente educado, el protagonista de este post. Alguien que jamás quiso ningún protagonismo. Que nunca exigió nada. Que aceptaba con docilidad su condición de fracasado educativo. Una condición que realmente no le había otorgado tanto una Escuela que seguía poniendo todos los medios de los que disponía para ayudarlo como una sociedad que prefería ignorar su existencia o culpar al sisteme educativo, para así esconder bajo la alfombra sus pulsiones clasistas (los unos) o su sentimiento de culpa (los otros). Tan solo estaba allí, en clase. Y despistado, me escuchaba.

Lentamente, a lo largo de semanas, a través de pequeños acercamientos, comentarios sueltos y conversaciones fragmentadas fui ganándome su confianza. Hice lo único que siempre creí justo: la misma exigencia académica para todos los alumnos entrelazada con un trato diferenciado en lo personal para cada uno de ellos (según las necesidades de cada cual). Así entiendo la enseñanza. Y de la misma forma, de alguna manera, enfoco mi trabajo como tutor. Hay que mojarse, hay que arriesgar, hay que intentarlo. Siempre. ¿Qué me encontré? Dolor, un dolor agudo, una sensación continua de malestar vital combatida a duras penas con un prematuro consumo de drogas que permitía enmascarar el fracaso personal que suponía el fracaso académico, cuando era  precisamente el éxito académico lo que hubiera permitido justificar (equivocadamente) el sacrificio de una madre que había decidido "esclavizarse" laboralmente para que su hijo tuviese una oportunidad de futuro. El padre no existía (casualidad, ¿no?). Con el tsunami de la crisis habían perdido su casa, ahora vivían los dos, madre e hijo, en una misma habitación realquilada. Pero ella, la madre, nunca estaba presente, por fin había vuelto a conseguir un trabajo, de interna, cuidando a un anciano. No dormía en casa seis de cada siete noches a la semana. Cobraba una miseria. Capitalismo, lo llaman.

Si esto fuera el argumento de una película ahora tocaría que contara cómo, a pesar de todos lo obstáculos, este chico sensible, avispado, más inteligente que la media consiguió finalmente superar su tristeza y su frustación, dominar sus emociones negativas y terminó centrándose en los estudios para así encontrar un futuro mejor. Desafortunadamente, una vez más, la realidad no se dejó construir con fotogramas. Sus estudios, lamentablemente, se enmarcaban en un contexto del que fue incapaz de evadirse. Ya he sido testigo de muchos casos como el suyo. Suspendió casi todas las asignaturas en la primera evaluación. Recuerdo con una mezcla de tristeza y melancolía las horas de conversación con él, en recreos, en séptimas horas, entre clase y clase. Siempre una mirada, un gesto de ánimo o de admonición por los pasillos. Es brutal el gasto energético que para un tutor supone guiar a este tipo de alumnos, intentar explorar todas las vías posibles que le permitan volver a estudiar, idear posibles itinerarios o soluciones junto a él y sus familias. Recuerdo con nitidez su mirada, franca, con aquellos ojos azules demasiadas veces enrojecidos por los porros. Y la lucidez que mostraba cuando analizaba su situación: era plenamente consciente del dolor que causaba a su madre y ello le causaba a él aún más dolor. Aunque a un adulto le pueda parecer absurdo él, aunque no estudiara, sufría con las malas notas, sufría cuando dejaba los exámenes en blanco, sufría cada minuto de su fracaso escolar, seguía intentando participar en clase cuando pensaba que podía conseguir que no quedara en evidencia su falta de trabajo diario. Pero era un chaval sin la fuerza de voluntad necesaria (la que pocos de nosotros tendríamos, por otro lado) para superar su situación. Lo asumía delante de mí para justificarse, para excusarse. Al llegar por la tarde a casa, ante la alternativa de quedarse solo en una habitación con dos camas dentro de una casa que no era la suya optaba por huir, por refugiarse en la calle con sus amigos, a los que consideraba su verdadera familia, tan perdidos como él. Jugar al fútbol era su obsesión pero la infancia ya quedaba atrás y me confesó con naturalidad cómo sus amigos (él no, aseguraba) ya realizaban sus primeras incursiones en la delincuencia callejera de baja intensidad. Todo en su vida era un gigantesco error. Él era consciente de ello. Sonreía. Parecía agradarle que me preocupara por él. Utilizaba mi entusiasmo para engañarse, le servía para alimentar sus fantasías de cambio. Nunca lo consiguió.

Finalmente desapareció. Había ya cumplido los 16 años. El curso avanzaba. Empezó a faltar a las clases con asiduidad hasta que finalmente la madre, por teléfono, me confirmó que el chico dejaba de estudiar y que juntos iban a abandonar Madrid para irse a otra ciudad (ya no recuerdo cuál) donde su otra hija vivía y su marido le iba a dar trabajo en un taller de coches. Y así, de repente, sin más, aquella historia llegó a su fin. De la noche a la mañana. El profesor continúa con su día a día, con el resto de sus alumnos, inmerso en el vértigo de un curso siempre acelerado que apenas deja espacio a la reflexión sobre el panorama sociológico y político de aquello que presencia y vive cada año. No fue un caso aislado. Ese  mismo curso otras dos alumnas del mismo grupo, con circunstancias personales completamente diferentes, terminaron tomando el mismo camino que él. Tras horas de trabajo y de conversaciones con alumnos y familiares, apoyado (afortunadamente) como tutor durante todo el curso por el trabajo incansable de las profesoras del Departamento de Orientación, al final esos tres alumnos dejaron de formarse, abandonaron los estudios, salieron del sistema educativo sin que nada de su presente indicara que su vida fuese a ser mejor debido a ello y sin que el propio sistema pudiese hacer nada para remediarlo.

Algunos alumnos te marcan. Muchas veces de manera positiva, cuando ves que agradecen tu trabajo con sonrisas o palabras de cariño y reconocimiento. Otros, como este chaval, te marcan de otra forma. Te hacen poner los pies en el suelo, te ayudan a reconocer tus límites, a entender hasta dónde puedes llegar, y cómo el fracaso profesional es algo con el que el docente debe convivir. Ya no es solo aceptar con naturalidad que tus clases y tu forma de concebirlas no van a servirles a todos los alumnos de la misma forma, sino que has de asumir que tampoco podrás apenas ayudar en lo personal a las decenas de adolescentes que deambulan alrededor de nosotros cada año, demandando una guía, un apoyo, un asidero al que agarrarse para no hundirse del todo.

Cuando pienso en él me doy cuenta de que también, a su manera, es otro de esos chicos a los que dirigí mi carta abierta a un alumno al borde del abismo. Conozco el sistema educativo como profesor desde hace más de una década y en ese tiempo no he dejado de leer sobre educación y políticas educativas. Por eso considero que más allá de ideologías, de utopías pedagógicas de salón, pedagogías escapistas o tradicionalismos acomodados, al final estos alumnos nacidos en familias rotas o fracasadas, en una sociedad empobrecida económica y culturalmente como la española, solo terminan teniendo una oportunidad real, una ventana pequeña de acceso a un escenario laboral aterrador al que otros, al menos, llegan sin mucho sacrificio, por un camino de rosas. Y a esa ventana solo pueden acceder mediante el esfuerzo, la constancia y el estudio diario. Este chaval no lo consiguió. Mi respeto absoluto hacia él. Ninguna crítica. Solo este lamento, tan solo mi rabia. Porque a todos los que juzgan negativamente su fracaso habría que recordarles cuántos de nosotros, en esas circunstancias, fracasaríamos igual que él. Él desperdició aquella oportunidad viciada que le dimos. Ojalá haya aprovechado otras.

27 mayo 2017

Historias de una graduación de la enseñanza pública

Los observo con orgullo mientras suben al escenario, con esas sonrisas congeladas en sus caras, sonrisas que transmiten una extraña mezcla de nervios, excitación y satisfacción. Hoy es su fiesta, su graduación, han terminado 2º de Bachillerato, ese curso tan complicado, para muchos el más difícil de sus vidas.

Conocí a esta generación de alumnos hace cuatro años, en 2013, en 3º de ESO, cuando repetía por segundo curso consecutivo en el mismo instituto. No es fácil para un profesor interino dar varios cursos seguidos en el mismo centro y se tuvieron que dar dos circunstancias para ello: que a mí no me importara repetir con jornada parcial (importante) y que el instituto fuese (y sea) uno de esos centros que el colectivo docente cataloga como "complejo" (clave), por lo que no suele ser excesivamente solicitado por los profesores que tienen ya plaza fija y poseen cierta capacidad de decisión sobre el destino en el que trabajar.

Yo había llegado allí el curso anterior, en septiembre de 2012. Lo recuerdo como si fuera ayer. Empecé a trabajar un 20 de septiembre. Mari, mi hermana, había fallecido del putocancer el 9 de ese mismo mes. No parecía fácil volver al mundo real tras ese verano en el infierno pero dar clases resultó ser, finalmente, algo reparador... Pero esa es otra historia.

Cuando conocí a esta generación que ahora se gradúa estaban distribuidos en tres cursos de 3º ESO. Les daba clases de Física y Química, claro. Dos horas a la semana. ¿Cómo eran por entonces? Pues como son en general los adolescentes a esa edad, en ese nivel, tan complicado, tan difícil. Los había infantiles, insolentes, enormemente inteligentes, protestones. Los había divertidos, introspectivos, inquietos, incapaces de atender en clase. Los había objetores educativos, responsables, creativos, trabajadores. Y casi todos ellos ejercieron, en algún momento del año, en una de esas categorías en las que pobremente terminamos clasificando a los alumnos. ¿Qué era lo que les unía a todos? Nada sorprendente, nada que todo el mundo no sepa: todos, de una manera u otra, parecían estar enfadados con el mundo. Con sus profesores, con sus padres, con sus obligaciones. Pero tan solo había que rascar un poquito, acercarse a ellos, escucharlos con cierta atención para percibir que, tras esa primera capa de rebeldía natural, se escondían niños y niñas encantadores, se ocultaban muchos sueños, muchos miedos, muchas penurias y demasiada poca rabia. Casi todos, por acción, obligación o respeto respondieron positivamente a la única exigencia ineludible de mis clases: había que estudiar, que trabajar, las clases debían servir no solo para aprender sobre ciencia (prioritario) sino también para entender la necesidad de esforzarse cada día para conseguirlo. Había algunos, pocos, que demostraban en cada clase un enorme interés por aprender. Menos de lo que uno siempre desea. [¿Te extraña? ¿Qué te crees? ¿Que estás leyendo un relato de fantasía pedagogista?  Esto es la vida real.] Lo que sí aceptaron casi todos fue lo que todo profesor debiera desear: no estudiar no era opción. En el fondo, vistos desde fuera, pudiera parecer que nada los distinguía de tanto otros estudiantes de tantos otros centros de las zonas pobres de Madrid. Nada pareciera poder servir para distinguirlos. No es verdad. En absoluto. Para mí, que les daba clases, se convirtieron en especiales, diferentes y entrañables

Tras el curso 2013/2014 ya no repetí, me marché. O decidieron que me marchara. Qué más da. Era lo lógico, lo que tenía que pasar y pasó. De todas maneras sigo defendiendo que nada mejor para un grupo de alumnos que no repetir con el mismo profesor, en la misma materia, durante varios años. Aparecen nuevas voces, surgen nuevas ideas y se abren nuevas puertas cuando se cambia de profesor. De manera que ellos, ya sin mí cerca, se fueron haciendo mayores. Cursaron  4º de ESO y 1º de Bachillerato mientras algunos iban quedándose atrás, otros se desviaban hacia el mundo de la Letras y yo gravitaba de centro en centro, haciendo lo que creo que mejor sé hacer: trabajar enseñando ciencia en unos niveles educativos determinantes para el futuro académico y laboral de los adolescentes.

De repente, en el verano de 2016, en uno de los peores momentos de mi vida laboral, el destino me llevaba de nuevo a ese pueblo de Madrid que pocos pueden poner en el mapa cuando se menciona en cualquier conversación. Y no solo regresaba al centro sino que tenía que volver a dar clases a muchos de ellos, a muchos de mis antiguos alumnos, ahora ya en 2º de Bachillerato. Nada más y nada menos que en la materia de Física. Con asombro y aprensión descubría, además, que eran casi 25 los chicos que la cursaban (una anomalía debida a las necesidades organizativas de un centro pequeño). Recuerdo el primer día que vi a algunos de ellos en esos primeros días de septiembre y cómo una de ellos exclamaba: "¡Pepe, qué alegría, estás igual!". Y lo decía feliz, confiada, contenta por volver a tenerme como profesor. Mientras, yo, consciente del horizonte que se abría, empezaba a angustiarme, a agobiarme: ¿sabría estar a la altura del reto que se me exigía? 

El curso ha sido largo y complicado. Los he visto sufrir, llorar, encabronarse, someterse, rebelarse, volver a sufrir, y a llorar. Pero sobre todo los he visto luchar. A casi todos. Luchar, una  y otra vez,  enfrentándose  a sus propias capacidades, desafiando a miserables determinismos socioeconómicos, enfrentándose a un sistema que los impulsa hacia otras labores y hacia otros estudios, que los quiere apartar de los estudios superiores, que ignora sus sueños y sus necesidades. Ellos sí se enfrentan en soledad, solo con sus armas, a la exigencia educativa. Muchos otros, cuando sufren, gracias a su posición socioeconómica, disponen de todo tipo de ayudas para superar las dificultades, mientras que ellos solo cuentan con su esfuerzo, con su cabezonería y con su grupo de amigos. No todos lo consiguieron. No todos fueron capaces de aprobar. Casi todos lo merecieron por su esfuerzo pero lamentablemente con eso no basta. Tendrán otras oportunidades y terminarán consiguiéndolo. Seguro.

Ahora ya, por fin, el curso está acabado. Y ellos, por fin, respiran. Ahí están, encima del escenario. Tan estupendos, tan jóvenes, tan felices, tan inconscientes. Uno a uno recogen las orlas de manos de sus dos excelentes tutoras. Profesoras de la enseñanza pública que durante todo el curso los cuidaron, guiaron y animaron para que no desfallecieran. Que un profesor u otro sea el tutor de un grupo de alumnos es producto del azar cuando se organiza el curso. Convertir la labor de tutor en una herramienta imprescindible para la superación del curso por parte de los alumnos es, en cambio, solo debido a la implicación del docente. Por ello, desde aquí, mi felicitación y mi respeto para ellas.

Yo les aplaudía desde mi asiento, sonreía, recordaba conversaciones, risas, broncas, clases complicadas, anécdotas impagables, mis momentos de equivocada impaciencia, sus momentos de equivocada frustración. Ellos, mientras, en sus discursos y en sus vídeos trasmitían un sincero cariño hacia su etapa educativa en el centro, preferían quedarse con lo bueno (lo ha habido) y dejar de lado lo malo (que también lo hubo).

Reitero mi orgullo. Por ellos. Por todos. Por los que aprobaron conmigo y por los que, desgraciadamente, no fueron capaces. Orgulloso de haberles dado clases porque en cada momento demostraron que, más allá de las dificultades, estaban dispuestos a seguirme para aprender. Y eso, curiosamente, lo complicaba todo. Hicieron de cada clase un reto ineludible para mí: tenía que estar a la altura de su compromiso y conseguir enseñarles, conseguir que comprendieran cada uno de los conceptos abstractos y extraordinariamente complejos que mi asignatura plantea a este nivel.

Al final de curso, medio en broma medio en serio, les comentaba que no recordaba curso más complicado que este en mis años de carrera docente. Es verdad. Creo que darles clases a ellos este año ha sido el reto más complicado de mi carrera docente. Y estoy muy satisfecho con el resultado. Modesto tal vez, anecdótico pensarán muchos, intrascendente dirán otros. En absoluto. Creo firmemente en que son las pequeñas batallas el espacio en el que más podemos aportar. Dar una oportunidad de futuro a los que todo lo tienen en contra, sin traicionarles, sin regalos, sin buenismos condescendientes es una de las vías que la enseñanza nos permite. Jamás le di tantas vueltas a cada una de mis clases. Ni dediqué más recreos a resolver dudas individuales que nunca hubieran podido tener espacio en las clases.

Pero ahí estamos todos ahora, en un teatro de pueblo, compartiendo su felicidad, celebrando su triunfo. El final de una etapa que les permite incorporarse a los estudios superiores, ir a la Universidad, equipararse a tantos a los que llegar hasta ahí no les supuso ni la mitad del esfuerzo que ellos necesitaron. Y no precisamente por capacidad intelectual. Yo les aplaudo, me río, me emociono, me relajo, por fin, y espero que ahora, que poco a poco mi recuerdo se diluirá en sus vidas, algo permanezca de lo que les intenté transmitir. Respecto a la importancia del pensamiento racional, del conocimiento, del saber y de la duda legítima.

Y espero que no se olviden de dónde vienen. De dónde surgieron. Ahora que volarán lo más lejos que puedan y que quieran. Que no olviden que ellos son carne de la enseñanza pública. De esa enseñanza pública que tantos machacan cada día. Que sin la enseñanza pública difícilmente se les hubiera abierto la ventana de oportunidad que ahora se les abre. Que fue la enseñanza pública la que ningún mérito les pidió, ni ninguna cuota, la que no miró sus apellidos, ni indagó en su origen social. Que fue su trabajo y el de sus profesores lo que les permitió llegar hasta dónde ahora están. Y hasta donde llegarán. La desmemoria y el infecto elitismo son el cáncer que devora a una educación pública que lucha contra los prejuicios de un clase media que olvidó sus orígenes. Ellos son el futuro, dicen. Pero yo, hoy, solo puedo alegrarme por su presente.

03 octubre 2015

Los genes "sociales" que nunca investigó la CEOE

No parece mal tipo, no, tal vez un poco coñazo, demasiado intenso, con ese acento, ¿no es de Madrid, no? Cada año lo mismo, con cada tutor, cada nuevo curso. Lo jodido es que esta vez esta charla llega demasiado pronto. El año pasado pasé desapercibido durante meses. Al final me ficharon. Aunque no se enteraron ni de la mitad. No siempre fue así. No siempre fui así. Yo hace años era de sobresaliente, un niño listo, era un niño encantador, o eso decían todos, casi un empollón, un niño bueno. Me encantaba hacer los deberes en casa, cuidar mi caligrafía, la puta caligrafía, aun hoy se sorprenden los profesores con lo bien que escribo, y en el fondo, aunque nunca lo demuestro, todavía siento un orgullo idiota cuando me lo dicen, cuando me recuerdan lo que ya soy consciente que no soy, cuando la sospecha de lo que podía haber sido inunda mi ego y eso, durante un segundo, delante de mis compañeros, me reconforta, me da una absurda sensación de triunfo. Soy listo, sí, yo soy listo, solo es que no quiero,  pero si me pusiera, si volviera a estudiar, a centrarme... Joder, es que el tío no deja de hablar... Que sí, que lo he pillado, que me has pillado. Bueno, parece legal, me cae bien. No parece querer joderme. Lo miro a los ojos y él me devuelve la mirada, tal vez me termine arrepintiendo pero le voy a decir la verdad, que sí, hostias, que sí, que es el primer día de clase y ya he llegado fumado a primera hora. Bueno, fumado es poco. Pero tampoco le voy a decir que casi no me sostengo sentado. Mientras lo escucho intento focalizar su cara, pero se me distorsiona. Me centro en su voz, aprovecho que no para de hablar. Lo que no sabe el pavo este es que llevo así desde hace año y medio. Que sí, que ya tengo 15 años, que sí, pesao, que ya sé que he pasado a 2º ESO con un montón de asignaturas suspensas. Pero bueno, dijeron que daba igual, que hiciera lo que hiciera pasaría de curso. Me dice que a partir del año que viene no tendrá sentido seguir en el instituto si repito, que habría que buscar nuevos caminos. Hago como si entendiera lo que me dice, siempre digo que los entiendo, pero no entiendo una mierda de lo que me dicen. Si ya no tengo que venir al instituto, ¿qué voy a hacer? ¿Matarme a porros? ¿Juntarme con los del parque? ¿Quedarme en mi casa mirando a la pared? Bueno, digo mi casa por decir algo. Ya no vivimos en mi casa. Por eso de la crisis y toda esa mierda. Ahora hemos alquilado una habitación en otra casa y dormimos juntos en ella mamá y yo. En el fondo menos mal que mi hermana ya no vive con nosotros. La echo de menos, la verdad, y mira que me echaba broncas la hija de puta: "que si tienes que estudiar, que si otra vez expulsado, que si no fumes porros en casa...." Pero al menos nos reíamos, y conseguía que mamá no llorara tanto. Ayer mamá estaba contenta, le habían cogido para el curro ese. Lo único raro es que tiene que dormir en esa casa donde trabaja limpiando. Yo le he dicho que no me importa dormir solo durante los próximos dos meses, pero la verdad es que va a ser un poco extraño, por eso de la otra familia en la casa y eso. Da igual, tampoco creo que pase mucho tiempo allí. Me iré por la tarde con los colegas. Joder, el tutor sigue intentado comerme la cabeza, que sí, que lo sé, que fumar porros es una mierda, lo que tú digas, será que no los has probado porque a mí me sientan de puta madre. Todo es mucho más divertido y a mí me sirven para mandar al carajo mis mierdas. Hace meses que no he vuelto a pensar en mi padre. Pero no quiero problemas, en serio, yo quiero seguir viniendo al instituto, qué voy a hacer si no, prometo no volver a fumar antes de entrar, lo voy a intentar. Lo que sea para que me dejes en paz. Y voy a intentar estudiar. Sí. En serio. Joder. Si yo quiero. Voy a intentar aprobar. Que sí. Si yo sé que puedo. Solo tengo que centrarme y estudiar. Todos lo dicen, ¿no?: "céntrate". Todos lo repiten: "si te centras todo te irá mejor". Debe ser verdad. No me van a mentir. Debe ser fácil. Debo hacerlo. Debo centrarme. Debo estudiar cada tarde. Debo atender a cada clase. Debo atender a cada profesor. Debo esforzarme cada día. Dicen que es lo normal...  No sé, no sé si seré capaz, pero si no lo consigo será por mi culpa, claro. Si no lo hago es porque no quiero, ¿no?... Porque yo soy listo, sí, solo es que no quiero, pero si me pusiera, si volviera a estudiar, a centrarme...

20 marzo 2015

El tutor de la ESO en el laberinto: reflexiones a pie de aula


Hay un aspecto de la labor docente del que no se habla nunca demasiado. Tal vez porque se minusvalora o porque es difícilmente mensurable, tal vez porque mientras demasiados creen tener la fórmula mágica para transformar “radicalmente” la educación (mientras ganan dinero teorizando sobre ello), pocos se atreven a analizar la importancia que tiene una labor que se ha convertido en esencial en la enseñanza actual, pero cuyo espacio de lucimiento es pequeño, por lo que difícilmente podrá ser puesto en valor por los centros educativos. Estoy hablando de la labor de tutoría en cursos de la ESO. Desde que empecé a dar clases, salvo en alguna ocasión, cada curso he sido tutor de algún grupo de alumnos en esta etapa educativa, trascendente en la formación de los adolescentes. A pesar de que defiendo cada día con mayor convicción que el objetivo fundamental e irrenunciable de nuestra labor como profesores debe ser llevar al límite a nuestros alumnos para que empiecen a dar pasos firmes en el inabarcable mundo de los conocimientos, y que sin el aprendizaje de contenidos es imposible que ellos puedan construirse como personas cultas, formadas y críticas de nuestra sociedad, he de aceptar también, sin que para mí sea contradictorio, que más allá de mis clases y los contenidos tratados, pocas cosas me han dado tanta satisfacción en mi profesión como la especial relación establecida con estos alumnos de los que fui tutor. También he de asumir que nada me ha supuesto nunca en mi profesión mayor sensación de fracaso y desazón.

En este mundo de trincheras que es la educación, la labor tutorial supone en ocasiones una gran paradoja, ya que la humanidad y el buen hacer de profesores de la vieja escuela terminan convirtiéndolos en buenos tutores, mientras que jóvenes seguidores de las nuevas pedagogías, believers fanatizados de la educación emocional, fracasan ante realidades complejas que los convierten en inútiles totales frente a grupos de alumnos que desprecian sus pobres intentos de acercamiento. Obviamente no debiera hacer falta señalar que situaciones a la inversa también se producen, con veteranos profesores incapaces (o directamente “objetores”) de conectar y guiar a sus grupos y jóvenes profesores fajándose en un día a día tan duro como poco reconocido por nadie. Los años trabajados me han dado para ver casi de todo: he visto a tutores soportar la presión frente a situaciones irresolubles con grupos imposibles o alumnos desquiciados. He visto a tutores desentenderse de manera miserable de alumnos superficialmente conflictivos, al borde del abismo, que demandaban a gritos a alguien los recondujera y guiara, alguien que él no estaba dispuesto a ser. He visto a profesores mediocres ejercer de fantásticos tutores, ayudando a alumnos desorientados a reenfocar su educación y su futuro mientras que excelentes profesores se veían impotentes para acercarse emocionalmente a sus alumnos y conseguir ayudarlos en momentos claves de su formación. Lo que pocas veces he visto es reflexionar a mis compañeros sobre la importancia de la tutoría y su (en ocasiones notable) incidencia en los resultados académicos de los alumnos durante un curso.

Hace años encontré en un excelente ensayo escrito por Concha Fernández Martorell (El aula desierta) aquello que definía para mí con precisión lo que un profesor debe sentir por sus alumnos para poder realizar con éxito su labor: afecto. No tiene sentido hablar de amor (un sentimiento exagerado, distorsionador, equivocado); ni una incomprensible indiferencia (un sentimiento entorpecedor, ineficaz, altanero). Debe sentir afecto por todos a los que enseña. Parece simple. No lo es. Al final, en la sociedad actual, en la que los adolescentes demandan casi con fiereza un lazo emocional que les permita convertir a su profesor en guía y referencia educativos, serán la cercanía y la capacidad de comprensión de la personalidad adolescente lo que permitirá al profesor enseñar con garantías de éxito. Y que ese acto de enseñar no sea una práctica onanista que parezca demostrar lo bien que él prepara y organiza sus clases, sino algo que tenga un significado real en el aprendizaje de sus alumnos. Lo demás, ya sea la cháchara pedagógica moderna o la retórica anquilosada de la vieja escuela, teniendo su valor, no deja de ser finalmente secundario, intrascendente en el día a día de las aulas. Pues bien, en mi opinión ser tutor, sin duda, es multiplicar todo lo dicho por mil. En septiembre debes convertirte (por ley) en el responsable final de la evolución académica de un grupo excesivamente numeroso de adolescentes a los que no conoces, de los que no sabes nada, y que la primera vez que entras en el aula notas, entre divertido y acojonado, cómo te evalúan con desconfianza, cómo juzgan cada gesto que haces, cada frase, esperando el fallo, el error, buscando la debilidad, la incoherencia. Buscan clasificarte rápidamente, arrinconarte, convertirte en inútil para ellos, en irrelevante, como tantos otros antes que tú. Qué difícil es todo. Pocos lo saben. Pocos lo entienden. Menos son capaces de asumirlo.

No he sentido nunca una sensación de fracaso absoluto como profesor. Siempre, con cada uno de los grupos a los que impartí clases, conseguí (o creí conseguir) que un número importante de mis alumnos se enganchara a lo que les contaba, hiciera importante mi materia, respirara tensión positiva en mis clases, a veces se divirtiera. Como tutor la cosa se hace más difícil de interpretar. Solo siendo tutor he sentido el agrio sabor de la derrota en mi boca, he tenido que asimilar la inutilidad de la batalla individual, la necesidad de convertir la enseñanza en un proyecto colectivo en el que los profesores se impliquen y los padres no se conviertan en estériles enemigos. Pronto sentí la frustración que conlleva el ingenuo intento de salvar a ciertos alumnos, en los que al determinismo social y familiar se les une una lacerante incapacidad de responsabilidad personal que los convierte en carne de cañón educativa. Nadie parece poder salvar a nadie. La educación reglada no es terreno abonado al heroísmo. Afortunadamente, tal vez. Pero el análisis racional no evita sentir una enorme frustración ante la injusticia que supone el fracaso de alumnos alienados por un contexto sociofamiliar y económico que les impide ser realmente libres para elegir desertar de un futuro objetivamente mejor. Y que castiga con inusitada crueldad cualquier veleidad durante los años adolescentes. No es casual (y quien diga lo contrario miente) que casi nunca fracasen en la ESO los hijos de la clase media. Y mucho menos, los hijos de los propios profesores.


A mí ser tutor, como ser profesor, me ha hecho mejor persona. A estas alturas no tengo ninguna duda. Me ha hecho acercarme, con dificultad, por mi carácter, al significado real de la empatía y de la necesidad de respetar al otro, dejando de lado esa soberbia egotista que tanto me cuesta abandonar. Ser considerado con el alumno, humilde a la hora de interactuar con él, seguro a la hora de exigirle, consciente de que el respeto no se impone sino que se consigue, con tus actos, con lo que muestras, con lo que les demuestras. Nunca caeré en el error de pretender ser “colega” de mis alumnos, pero es imposible ejercer una labor tutorial adecuada desde la distancia prudencial que muchos profesores ponen con ellos. Debes acercarte, conocerlos, darles confianza y exigirles responsabilidad, entender la frustración de muchos padres incapaces de comprender los problemas por los que pasan sus hijos, desbordados en su paternidad, ser comprensivos pero firmes, indagar en las causas de los problemas, ir al origen del conflicto, luchar denodadamente por (re)construir nuevas vías por las que hijos y padres puedan caminar, pero nunca olvidar que el éxito de la labor tutorial se mide finalmente en función de que se consiga o no que, durante ese curso, esos chicos y esas chicas refuercen la seguridad en sí mismos y sean capaces de mejorar su rendimiento educativo, que aprendan a conciliar el principio de deseo (motor para conseguir metas exigentes) con el principio de realidad (aprender a conocer las propias limitaciones), para así poder ir poniendo los cimientos de un futuro formativo y personal mediante el que se puedan alejar de contextos personales, en ocasiones, dramáticos.

Y ahí seguimos, caminando, peleando, siendo este año tutor de un 2º ESO complicado con chicos tan estupendos como en algunos casos absolutamente perdidos, casi desahuciados por el sistema. Otro año más volviendo a fracasar como tutor con alumnos a los que finalmente es imposible ayudar. Pero también disfrutando de esas pequeñas victorias cuyo valor real jamás tal vez podré comprobar pero que siempre parecen tener un significado positivo, alentador. Y que dan sentido al trabajo realizado.

18 mayo 2013

Orgullo de profe

El viernes por la tarde me encontré encima de un escenario siendo inesperado protagonista de algo en lo que apenas pretendía ser secundario sin frase. Un escenario algo destartalado, con recuerdos de viejas obras anteriormente representadas, un escenario sin el aroma de los centros educativos donde la élite suele llevar a sus cachorros, un escenario de instituto público, una sala multiusos acogedora y sencilla donde un joven director hacía de maestro de ceremonias en un humilde festejo de graduación de los alumnos de Bachillerato del centro. Uno alumnos a los que en una gran mayoría les había dado clases hacía ya dos años, dos cursos, cuando estaban en el último año de la ESO. Fui el encargado de introducirles en las primeras nociones serias de la Física y la Química y además, me hicieron tutor de ellos. Todavía recuerdo el encargo con cierta angustia. 32 alumnos conformaban aquel grupo de 4º ESO, una ratio imposible para intentar enseñar con una mínima garantía de éxito. Y mucho menos para intentar ser un tutor adecuado para ellos. Al final lo lograron, culminaron el año con éxito, fundamentalmente gracias a su esfuerzo y sin las facilidades que debiera haberles puesto una Administración educativa que sólo parece dedicada a poner trabas a la enseñanza de todos, a la enseñanza pública. De los 32 alumnos, 31 de ellos consiguieron titular. Recuerdo mi enorme satisfacción entonces por ello. Pocos saben el trabajo que para un tutor supone llevar hacia delante un grupo tan numeroso como éste, con tan diferentes perfiles, intentar estar ahí para todos, no sólo como el profesor de una asignatura (que también) sino como una figura en la que puedan confiar para apoyarse y confiar para impulsarse hacia el futuro. Con máxima exigencia, viendo como algunos sufrían con mi asignatura, mientras yo mismo relativizaba su importancia para que tuvieran una visión global sobre sus estudios y sus posibles itinerarios y no sólo focalizaran todo a través de un fracaso particular. Recuerdo con especial cariño las clases con aquel grupo, que contaba con una serie de alumnos especialmente brillantes, con hambre, dispuestos siempre a aprender algo nuevo y abrir nuevas vías desde las cuales caminar hacia nuevos conocimientos. Y recuerdo con especial satisfacción que todos los demás, en lugar de quejarse o asustarse,  intentaban también llegar a las nuevas complejidades planteadas, desde sus capacidades y sus limitaciones, pero siempre con buen talante, tirando hacia delante. Sin rendirse y confiando en mi criterio respecto a lo que les podía exigir. Fue un placer. Después terminó el curso y con él crees que también finaliza la relación con esos alumnos. Sabes por sus reacciones que todo ha marchado bien, por algunos comentarios de los padres que éstos también están satisfechos con tu labor y en tu interior sabes que lo has dado todo, que tal vez podías haberlo hecho mejor pero que tu conciencia está tranquila, entiendes que el esfuerzo tuvo resultados y que el trabajo ya está terminado. Y caminas en dirección a otro centro. Con otros alumnos. Diferentes. Ni mejores ni peores. Tan sólo diferentes. Y eso, a pesar de todo, a pesar de echar de menos aprovechar los réditos del trabajo ya realizado, también estimula y provoca excitación.

Hace poco más de un mes recibí un email de uno de ellos, uno de los mejores (y no hablo de notas) invitándome por sorpresa a su graduación de Bachillerato. Dos años después. Curiosamente era la segunda vez que me pasaba. Antes fue en otro instituto, en otro entorno, con otro grupo, completamente diferente. Igual que la vez anterior me sentí halagado, sorprendido, contento y orgulloso. Por la invitación, claro, pero sobre todo por el recuerdo. Eso es lo importante, ahí está la clave. En que te recuerden con cariño. Al fin y al cabo, durante un curso el tiempo pasa rápidamente, parece acelerarse y aunque creas sentir que existe cierto feeling con tus alumnos no dejas de saber que ellos tienen muchas asignaturas, muchos profesores y tú eres uno más, otro más de los que entra por la puerta del aula para intentar enseñarles. O para demostrar tu ignorancia al hacerlo. Mientras, ellos te evalúan. Les confirmé que intentaría ir a su graduación. Me hacía ilusión estar presente. A a estas alturas ya soy consciente que este acto tiene gran importancia para ellos.

De repente. Estaba al fondo de una sala repleta de familiares, alumnos y profesores. El director entonces, sorpresivamente, apeló directamente a nosotros: “antiguos profesores”, dijo, (no sabía quiénes éramos, él no estaba en el centro por entonces), “antiguos profesores que estén presentes y quieran participar de la entrega de diplomas a los alumnos”. Miro a Luis. Primero sube él, profesor de inglés, que fue con ellos al viaje de fin de la ESO, a Praga, del que tienen excelentes recuerdos. Aplaudo. Me alegro por él. Entonces escucho mi nombre en la sala, en boca de algunos de ellos: “Pepe, venga... ¡Pepe!…” Los que me conocen saben lo reacio que soy a estas historias, lo que me cuesta convertirme en protagonista de un acto como éste. Mi primer impulso fue negarme, claro, pero al final… qué coño… sonreí, los miré y los recordé hacía ya dos años, sus gestos, sus risas, sus sufrimientos, las horas compartidas…  Subí al escenario, a ese escenario algo destartalado, tan de instituto público…

Allí estaba, con mis vaqueros y mi camisa negra, rodeado de trajes elegantes y corbatas, saludando y felicitando a chicos y chicas emocionados, algunos llorosos, recibiendo besos, apretones de manos o intensos abrazos de antiguos alumnos a los que mi memoria, de manera defensiva, había ido dejando atrás.  Me sentí, de repente, el profe más orgulloso del mundo, mientras los saludaba, entre sonrisas cómplices y abrazos espontáneos, mientras los aplaudía, mientras veía su sincera emoción. Una emoción  que ellos habían decidido compartir conmigo. Chicos y chicas estupendos, cada uno con sus particularidades, con sus capacidades, con su idiosincrasia, con sus ideas y sus inquietudes. Reflejo de la sociedad en la que vivimos, sustancia de esa educación pública en la que creo y por la que trabajo. Un motivo más para seguir en la brecha, luchando. Y disfrutando.

15 abril 2008

En defensa de una educación pública para todos

Otra vez estoy aquí. Y otra vez escribo desde el cabreo. Qué le vamos a hacer. Prefiero advertirlo para que los pocos que me leen y que no les gusta el tono crítico esperen a otros posts más floridos y menos visceralmente encabronados que éste.
Vuelvo a casa después de pasar la tarde manifestándome delante de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Éramos muy pocos, demasiado pocos, había más representantes sindicales que profesores no adscritos a ninguna organización reglada Demasiados objetores de tiza. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Por qué esta dejadez, esta inercia? Además, ¿por qué coño sólo había profesores en esta primera concentración? ¿Dónde están los padres? ¿Dónde está el grueso de nuestra adormecida sociedad que letalmente se infantiliza y deja que las administraciones tomen decisiones relevantes que afectan al futuro de nuestros hijos y para los que no se les ha votado?
Soy profesor. Soy interino. Hoy estoy trabajando pero puede que mañana decida dejar esta profesión. O no consiga una plaza, a pesar de aprobar la oposición una y otra vez. Puede que mañana ya no haya educación pública en la que optar trabajar. No elegí ser profesor para ser funcionario. Me importa un carajo serlo. Me gustan mis condiciones laborales y me encanta mi trabajo. Me gusta enseñar. No quiero aumentos salariales, ni por supuesto quiero procesos especiales que favorezcan mi ingreso en la docencia mediante mecanismos que no sean las de una oposición justa (justa precisamente porque es injusta para todos por igual). Lo que no quiero es que los futuros (y actuales) profesores de los niños de mi sociedad sean elegidos a dedo, por su opción religiosa, por su enchufe, por su ideología, por su capacidad para aguantar injusticias, por su capacidad para aguantar jornadas laborales imposibles. Cuando el próximo mes haga huelga no será por dinero, ni por privilegios, no será para obtener mejores horarios, ni para trabajar menos. La haré por conciencia, a sabiendas que a la gente le importará un carajo, que infinidad de imbéciles comentarán de manera despectiva que ya están otra vez los profesores de huelga, se preguntarán con media sonrisa cínica qué es lo que querrán éstos si ya tienen “tres meses de vacaciones”. Pues muy simple. No quiero nada, nada para mí. De hecho lo que defenderé es el futuro de sus hijos. Tan sólo defenderé la supervivencia de “mi empresa” que es la de todos, y de una forma libre (lo más posible) de entender la educación. Porque el problema no es citar las carencias y errores en los que cae la educación pública, sino entender cuál es la alternativa privada-concertada a ella. Critiquemos a la pública (tiene tanto que criticar...), pero para mejorarla, no para hacerla desaparecer o convertirla en residual. Ya está bien. Claro que hay personajes despreciables que trabajan como profesores, que se aprovechan de su situación, que son incapaces de entender a los adolescentes...¿y?... la densidad media de ineptos indeseables es parecida en todas las profesiones. Todos hemos tenido profesores inútiles, verdaderos mendrugos incapaces de enseñar, no se puede negar la realidad. Y los seguirá habiendo. Sea la educación privada, concertada o pública. Pero el dilema en Madrid es otro. Es la punta de lanza de lo que puede pasar en toda España tal y como se vuelve de conservador y clasista este país. Y no hablo sólo de los conservadores oficiales de la derecha.
Hoy no saldremos en los medios de comunicación. Éramos demasiado pocos para ser relevantes y demasiado civilizados para quemar contenedores y al menos hacernos notar.
No entiendo qué nos pasa. La llegada de la democracia y el torbellino social que arrastró a este país nos puso educativamente a las puertas de una verdadera educación de calidad financiada con fondos públicos, con los impuestos de todos. Mi generación, la generación mileurista, ha sido educada en su gran mayoría en la escuela pública, y ha sido en número la que más estudios superiores ha desarrollado. Había además la sensación entonces, en los 80 y primeros 90, que sólo los hijos tontos de los ricos iban a la privada para conseguir aprobar. ¿Cómo se nos ha olvidado tan pronto? ¿Cuál ha sido el motivo de tal amnesia colectiva? Y no me vales las excusas logsianas. Los motivos son mucho más profundos y complicados. ¿Cómo no vemos los lastres que la escuela concertada trae consigo? ¿Cómo no vemos que un profesor sin libertad de expresión está lastrado e inutilizado para educar e instruir? ¿Cómo pretendemos que la educación se compartimente en asépticas asignaturas en las que sólo se hable de física, matemáticas o lengua? La educación es abrir puertas de manera continua, aunque sean equivocadas, ¿cómo trabajar con miedo?
En Madrid capital el 60 % de los colegios e institutos de secundaria son privados o concertados.
Según el sindicato STEM, en los últimos años el 70% del nuevo alumnado que en la Comunidad de Madrid empieza a cursar 1º de la ESO lo hacen en centros privados o concertados.

01 abril 2008

Resonancias

"Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros"

Sócrates (470 aC-399 aC) Filósofo.

"La mayor parte de ellos (los exámenes) eran incalificables; sin ortografía, sintaxis ni nada parecido; en unas letras ininteligibles, revelando que llegaban a las aulas universitarias, después de seis años de bachillerato, sin la preparación más elemental de la escuela primaria"

Odón de Buey. Catedrático de la Universidad de Barcelona en el siglo XIX

Y hay que recordar los porcentajes de población que podían acceder a la educación en épocas pretéritas. En el caso de los tiempos en los que Odón de Buey era catedrático en Barcelona sólo estudiaba un 1% de los que acceden a la educación en la actualidad (dato extraído de un artículo de Jordi Serrano i Blanquer en el diario Público).

No sé, a mí me parece que esto ya lo había escuchado yo antes en los labios de gente que no está muerta todavía... ¿no?

19 julio 2007

Léolo

Fue la última película proyectada dentro de un mal llamado cinefórum, en el instituto Volvimos a estar solos. El grupo de profesores que lo organizamos y presentamos las películas. Durante todo el año hemos sido incapaces de arrastrar a nuestros alumnos a ver otro cine. Sin presión, por placer, como complemento necesario a su educación cultural. Pero el capitalismo se lo hemos metido en vena a estos chicos. Desde que pisaron por vez primera un centro educativo. Si no se ponen notas, si no hay premio inmediato... ¿para qué? Cuesta sacarles de la alienación utilitarista. La escuela es el lugar donde obtendrán los certificados necesarios para empezar su carrera laboral. ¿Cómo no lo van a tener claro? Sólo hay que escuchar a sus familias. ¿Y el resto de profesores? Se ofrece la posibilidad gratuita de disfrutar de una sala con proyector que permite una visualización casi de cine. No parece suficiente ¿Para qué si ellos pueden pagar el cine? Si rascas la superficie del argumento... ¿para qué gastar dinero en el cine si puedo verlo en la televisión de plasma de mi casa? Un poco más ... ¿para qué comprar o alquilar películas si me las puedo bajar del emule cuando quiera de forma gratuita?... y apurando finalmente la idea... ¿para qué perder el tiempo con el cine?

Proyectamos Léolo, una petición de un alumno que no asistió. Una película de Jean Claude Luzon, estrenada en el 1992 y considerada ya de culto por muchos. Por mí entre ellos. Muchas películas van desgastándose en mi cerebro con el paso del tiempo, van perdiendo fuerza al desaparecer el impacto inicial; algunas llega incluso a avergonzarme o extrañar el hecho de haberlas defendido o alabado. No pasa eso con Léolo. Su impacto crece y crece con vigor dentro de mí. Sentado, entre tinieblas, casi en soledad, paladeé de nuevo cada fotograma. Porque sueño no lo estoy, porque sueño no lo estoy, porque sueño...

Léolo en un niño que resplandece entre la inmundicia y sordidez del entorno que le rodea, el barrio miserable donde su extraña y enferma familia sobrevive. No es una historia de pobreza y redención. Es un poema visual, un homenaje a la resistencia humana ante lo inevitable, un tratado terrible sobre la locura y en última instancia una apasionada defensa de la necesidad de escribir, sin ninguna razón, sin ningún objetivo, sin la vanidad del que piensa que hace algo trascendente, sin el exhibicionismo del que vuelca su alma en un papel con ánimo de permanencia. Léolo escribe para salvarse de la locura que acecha a su familia, un grupo de despojos sociales abocados a un terrible y cercano final, mientras viven un presente oscuro y pavoroso donde lentamente, uno a uno, van sucumbiendo a las tinieblas de la sinrazón. Un islote mantiene a la familia en pie, sólo uno, pero poderoso: la madre y esposa, grande e incansable en su cruzada por mantener a flote los restos del naufragio, y que asiste, sin ceder a la desesperación, a la destrucción de su familia. Sólo Léolo parece aguantar, ayudado por una imaginación desbordante que le aleja de la miseria que le rodea y que, paradójicamente, también le impide relacionarse con los demás de manera natural. A salvo, sí, pero en soledad. Siempre solo. El niño que defiende con ardor que no es hijo de su loco padre y que fue un tomate fertilizado en Sicilia el que inseminó a su madre, pasea su infancia ante nuestros ojos, al lado de un enorme y rico grupo de freaks que el director retrata con enorme cariño, con una curiosa mezcla de sutileza y vulgaridad. El niño que quería obligar a su madre a que le llamara por su nuevo nombre, Léolo, por sus ascendencia italiana, ve como finalmente la realidad putrefacta invade paulatinamente más y más recovecos de su vida, apartando a su imaginación, arrinconándola, destruyendo su imperio interior que va siendo conquistado por una sordidez vital indeseable y destructiva. Hasta que llega una noche que ya no la encuentra como refugio, una noche que ya no encuentra a Italia, no encuentra a su amor, y se queda solo, solo con su locura.

Al final sólo queda el grito desesperado de una madre que se aferra a un último intento de salvar a su niño de las garras de la inconsciencia, adentrándose en su universo interior, aceptando que sólo ahí puede sobrevivir. Una madre que grita por fin lo que tantas veces le pidieron, un nombre, sólo un nombre:¡¡¡Léolo!!!

Las luces de la sala se encienden poco a poco... Porque sueño no lo estoy, porque sueño no lo estoy, porque sueño...


18 julio 2007

La conjura de los necios (¿o son miserables?)

El periodista lo escribe con determinación, sin que parezca avergonzarse por presentar tan ruines y falsos argumentos, sin ninguna concesión al análisis sosegado y racional. O tan sólo al análisis. Comienza su extenso artículo, pretendidamente de fondo, de la siguiente forma: “La asignatura Educación para la Ciudadanía se resume así: intoxiquemos a los adolescentes en colegios y escuelas para que cuando cumplan dieciocho voten al PSOE”. Con dos cojones.

El periodista es cuestión no es un cualquiera, el artículo no se escribe en algún patético blog burdamente liberal o conservador de Periodista Digital, ni es una columna del absurdo Jorge Valín en Libertad Digital. No, el periodista no es un joven desconocido con ansias de hacerse valer en el renovado panorama mediático conservador, ni un vocero agitador de los que están haciendo carrera en los últimos tiempos. No, el tipo en cuestión es académico de la lengua española, ha sido director de éxito de varios periódicos, donde escribe semejante sandez es en la revista cultural semanal que cada jueves se vende con El Mundo, y su nombre es Luis María Ansón. Sólo un necio indocumentado o un miserable que únicamente busca la confrontación directa y enardecer de manera indigna a las masas, manipulando a su antojo la realidad y los datos, puede escribir lo entrecomillado anteriormente. Y Ansón no es un necio.

El Gobierno actual quiere educar a los adolescentes no para la ciudadanía sino para que voten al PSOE y se alineen contra la Iglesia”. Lo tiene que repetir líneas después, reforzando así la anorexia intelectual de sus tesis contrarias a la dichosa asignatura. El resto del artículo lo dedica a glosar sus propias excelencias como alumno resistente al falangismo sociológico (…”los religiosos marianistas permitían el pitorreo generalizado con que recibíamos al profesor entusiasta y sus enseñanzas falangistas”), a utilizar nuevos y estrambóticos argumentos que rayan la indigencia intelectual para apoyar sus ideas (“En la España actual sería impensable que (la asignatura) no se instrumente a través de profesores elegidos cuidadosamente, muchos de los cuales se convertirán en una especie de comisaros políticos”), para terminar llamando a la “resistencia cívica” contra su implantación en el currículo académico de nuestros alumnos.

El ejemplo sirve para constatar nuevamente el bajísimo nivel actual del periodismo de este país, capaz de escribir lo que le viene en gana sin que se le ocurra en ningún momento contrastar las tonterías que dice. Un periodismo que vive de las rentas en un presente tremendamente cochambroso, de momias varias por un lado, y jóvenes con más ganas de hacer méritos ante ellas que de promover la necesaria regeneración y renovación de las plumas de la prensa escrita nacional por otro. Entre los que fueron y ya no son (aunque hagan malabarismos para mantenerse en el candelero) y los que debieran ser pero malgastan su tiempo y sus columnas al servicio de los otros, la prensa escrita muere un poco cada día.

Alejándome ya de los patéticos estertores de periodistas amortizados y con un pie en la tumba escrita, se hace necesario un primer análisis de Educación para la Ciudadanía, menos sesgado y más humilde. Porque lo cierto es que sólo ahora que están empezando a salir los primeros libros de texto de la asignatura podemos hacernos una idea clara de cuáles serán los contenidos que se impartirán en ella, más allá de sus ejes programáticos. Personalmente, que un tipo tan sensato e inteligente cuando habla de educación (aún discrepando con él en algunas de sus ideas educativas) como José Antonio Marina (ninguneado por “conservador” por los progres de salón, aquéllos que terminan llevando a sus hijos a los concertados, y ahora machacado por la derecha sociológica más radical debido a su apoyo a la creación de Educación para la Ciudadanía) apoye y haya coordinado alguno de los libros de esta asignatura, me parece un prueba si no concluyente, sí tranquilizadora respecto al desarrollo programático de esa lista de principios básicos que al parecer se quieren establecer en la enseñanza de nuestros jóvenes alumnos. Se trataría básicamente de educarlos en valores comunitarios, sociales, solidarios. En enseñar el valor de la diferencia y de la libertad para ejercerla mientras no provoque daños a terceros (¿hay algo más liberal que esto?). Hacerles comprender las normas básicas en las que se basa nuestra convivencia y nuestro sistema político. Resumiendo, se trata de instruir cívicamente a nuestros cachorros, adentrándoles en las normas básicas de la tribu, en el respeto a los demás y en la necesidad de convivir con otras formas válidas de entender el mundo. Que tienen que conocer y respetar. Tal vez estas enseñanzas debieran estar en manos de la sociedad y el entorno más cercano (no necesariamente sólo la familia) de los alumnos. Pero éstos han hecho dejación de funciones en los últimos tiempos y se muestran apáticos y descuidados, ignorando que la educación de los jóvenes compete a todos y que no está tan sólo en manos de la familia (aunque ésta deba ejercer el papel principal), pues el resultado final de la educación será un ciudadano formado (o no) que tendrá que convivir con otros, conociendo sus derechos y sus deberes. Tristemente parece que se hace necesario que la escuela asuma esa función ante el citado fracaso.

No es cuestión de apoyar sin paliativos que sea la escuela la que se deba ocupar de dichas enseñanzas. Pero no por los motivos que la Iglesia o gente como Ansón utiliza y manipula. El temor (mi temor) es que esta asignatura termine convirtiéndose en una nueva maría que acompañe a otras como Religión, Sociedad Cultura y Religión,Transición a la vida adulta, Imagen y expresión, Taller de artesanía, Expresión corporal, Canto coral y demás absurdeces y tonterías que pueblan el currículo de la ESO, repleto de horas finalmente perdidas por los alumnos, en detrimento de enseñanzas realmente formativas para ellos. Pero la imbécil sospecha ansoniana de crear una asignatura para publicitar y fomentar el modo de pensar socialista se desmonta fácilmente mediante varios argumentos. En primer lugar el desconocimiento de cómo se establece en la escuela pública el reparto de las horas y las asignaturas en cada departamento, sin intervención posible de los poderes públicos, además de la (saludable) existencia de pluralidad ideológica en los claustros de los profesores de la educación secundaria; la seguridad de que en pocos años el PP volverá a gobernar el país (aunque sólo sea por un problema de higiene democrática, como en 1996) y podría ejercer en su beneficio ese imposible poder alienante sobre los adolescentes que tanto preocupa y ocupa a nuestro insigne académico; lo curioso que resulta no darse cuenta ni hacer notar que será la educación concertada, mayoritariamente católica, la que tiene realmente la posibilidad de introducir esos “profesores comisarios a los que teme Ansón, ya que los puestos de trabajo de los profesores en este tipo de centros siempre dependerá de su necesaria sintonía con la dirección ideológica del centro concertado o privado en cuestión, sin posibilidad de oponerse a malas prácticas ni de denunciarlas a riesgo de ver en peligro su sustento y el de sus hijos ( ¿no se dan cuenta los padres de mi generación, que son hijos de la educación pública, que al fomentar y apoyar la concertación de la educación, con sus miedos y ambiciones, son cómplices y promotores de la nuevas viejas formas de manipulación social y religiosa, y del dirigismo y el pensamiento único que tendrán que soportar sus hijos?); por último se observa (tal vez por la edad) la incapacidad del periodista de comprender el muro de contención inicial que los adolescentes actuales (con muchos problemas sí, pero con nuevas virtudes) presentan ante todo aquello que no les competa directamente, no se les explique racionalmente y no se les justifique intelectualmente.

No tengo ninguna esperanza especial con la nueva asignatura. Lo cierto es que no es más que un parche que sirve para discutir y gritar mucho y muy alto (igual que con el tema de la religión en las escuelas), pero no sirve para solucionar nada en el proceso de descomposición de la educación pública en este país. Una descomposición producto, entre otras cosas, de la tradicional cobardía, falta de ambición y preocupación real de unos gobernantes y los intereses espurios de otros, de los miedos y el racismo sociológico de las nuevas generaciones de padres patéticamente protectores con sus hijos, y de la falta de profesionalidad, la pereza, y las malas prácticas de ciertos profesores de la educación pública, excesivamente acomodados y verdaderos parásitos sociales algunos de ellos en espera de la jubilación dorada, exigiendo derechos y asumiendo pocas responsabilidades.

28 abril 2007

Historias docentes

Una de las cosas que más me ha sorprendido en mi regreso voluntario de mi exilio laboral autoimpuesto de los últimos años, han sido las conversaciones ocasionales que se establecen en un instituto entre los profesores. Recordaba vagamente de mi paso de puntillas y sin mancharme por la hostelería tutifrutiense, cómo cualquier detalle, roce, frase o hecho anecdótico se convertía en una bola gigantesca de la que posteriormente se estiraba el hilo. Así, algo que realmente había sido una tontería se convertía en centro de conversaciones que duraban horas y llenaban los horribles vacíos que la jornada laboral de una cafetería imponía. La tontería se transformaba en un conflicto terrible y, como políticos en el Parlamento, se establecían conversaciones muy serias y tensas que casualmente terminaban girando en torno al hijoputa del dueño o el pelota del compañero no afín al grupo mayoritario. La historia se repite.

Desde el principio este año me decanté por interpretar un papel de observador en la jungla docente. Si a eso se une que por educación familiar siempre soy muy correcto en las formas y que al pasármelo muy bien con mi trabajo no llego todos los días con una cara de amargado sino con una sonrisa y un comentario jocoso, muchos compañeros y compañeras se han formado un buena falsa opinión sobre mí. Se confunde la amabilidad con la falta de ideas.

Porque pese a ser una año de análisis, acumulación de datos y obtención de experiencias y reflexiones educativas, a lo largo del mismo se han producido una serie de situaciones que han desembocado en tres o cuatro encontronazos de ideas con algunos compañeros. Para mí no dejan de ser discusiones puntuales que al día siguiente tengo olvidadas; porque simplemente se producen debido a que existen diferentes visiones de ver y vivir la educación, y porque entiendo que tras más de treinta años de profesor muchas veces tan sólo queda la rutina y el fracaso. Pero los demás no olvidan. Y no hablo de los contrincantes. Sino de los otros compañeros. Ante la falta de un conocimiento personal suficiente como para hablar de temas interesantes, por tiempo o simplemente porque de donde no hay no se puede sacar, se te acercan muchos de ellos para comentar la jugada de ayer, de hace un mes o de hace cinco meses. Y la bola se agranda y se agranda. Y me dicen que no entienden que con lo majo que parezco me meta en esos líos y me cree esos enemigos. Lo que traducido significa que vaya a lo mío, que soy nuevo y no me meta en jaleos. Los escucho con cierto desprecio. No me conocen pero me dan consejos. Y el consejo no es que defienda en lo que creo sino que me meta en mi agujero y deje hacer. Anorexia de espíritu. Observo demasiada falta de él en los profesores. Me aburre todo esto. Me aburre escuchar hablar mal de los demás cuando no están. Me aburre tener que fingir que escucho a alguien que se viene a meter con otro porque como yo también me enfrenté a él entiende que soy su aliado. Cuando a lo mejor a estas alturas de la que estoy realmente harto y evito por los pasillos es a esta otra persona.

Y observo como se forman alianzas. Como las conversaciones y los chistes giran en torno al enemigo de este año. O de este mes. O en torno al enemigo común: los alumnos. Hablaré en otra ocasión sobre el conflicto perpetuo profesor-alumno. La guerra fría, el enfrentamiento tenso, las batallas ganadas. O perdidas. Es sorprendente. En este campo aún alucino como la expulsión de una alumno de clase por alguna tontería puede terminar desembocando en un espectáculo de nervios y gritos por parte de...¡los profesores!... "¡¡Es que me ha mirado mal!! ¡¡Es que se está sonriendo!!" Joder que son unos putos críos. Cabrones o no, son unos jodidos críos... ¿Cómo te puede afectar tanto lo que hace un capullo que aún no es ni adolescente?

No me puedo quejar. También hay otros compañeros con los que sí se pueden establecer conversaciones ocasionales divertidas o interesantes. Son un bálsamo necesario entre tanto adolescente hormonado e intenso, o tanto crío gritón y con pocas ganas de ser educado. Aunque después, en el seno de los grupos ocasionales que se crean, al llegar a una masa crítica de profesores, todo esto se diluye y volvemos a ser tan adolescentes como nuestros alumnos. Tan vacíos, insustanciales e intensos como ellos.

Curioso.

11 febrero 2007

Abrazo

No es fácil mirar a un niño a los ojos y decirle que todo irá bien. No es fácil ocultar la angustia momentánea que te invade al escucharle balbucear, desde el desconocimiento, que su madre está enferma. No es fácil indagar en los motivos que últimamente le hacen no asistir a clase y que él te conteste, desde detrás sus gafas y desde su corta estatura, que no ha podido venir porque debía cuidar a su madre enferma. No es fácil escucharle contar orgulloso cómo rebuscó en los papeles de los médicos mientras sus padres no lo vigilaban y descubrió la enfermedad que ellos no querían que supiera. Al fin y al cabo sólo un nosequé en nosedonde. No es fácil oírle hablar mientras él cree que ya sabe todo lo que tiene que saber y te cuenta que a su madre le están dando nosequéquimio y que últimamente está muy cansada.

Y te entran una ganas terrible de achucharlo y darle un abrazo. Pero no lo haces porque sabes que no debes. Porque a él no le hace falta. Porque él está feliz. Porque es un tipo esencialmente alegre y su única preocupación es que ha vuelto a no traer hechos los resúmenes encomendados, y que el último examen lo volvió a suspender porque la naturaleza no lo ha dotado de especial inteligencia.

Le mando a su sitio, mientras le digo que lo que tiene que hacer es darle muchos abrazos a su madre y decirle lo mucho que la quiere. Y me mira como si fuera gilipollas. A él le interesa si le voy a poner el negativo de cuaderno otra vez. Pasa de otras historias. Me escabullo como puedo. Le digo que se siente, que he de empezar la clase. El resto de alumnos como siempre ríen y gritan a partes iguales. Indiferentes. Como debe ser.

Él no lo sabe. Pero los muchos negativos que este trimestre ya acumulaba se han transformado en hermosos positivos. Al fin y al cabo, tan sólo ése es mi pequeño abrazo.