07 enero 2013

Un año de cine (2012)

Éstas son las películas nuevas (no tengo en cuenta las revisiones) que vi durante el año que acaba de finalizar. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las vi.
  • Monstruoso (2007) - Matt Reeves. Cámara al hombro para contar de manera diferente lo que tantas veces vimos en el cine. El ataque de un monstruo que termina con una ciudad narrado en primera persona, desde el punto de vista de ciudadanos anónimos que no se convertirán en héroes sino que tan sólo tratarán de sobrevivir inútilmente al caos. Sufren y mueren sin comprender nada, igual que el espectador. Curiosa y entretenida a ratos.
  • El experimento del Dr. Quatermass (1956) - Val Guest. Clásico de esa ciencia ficción de serie B de los cincuenta que contaba con mejores ideas que medios. Usa de manera inteligente el blanco y negro para mantener la tensión y ocultar la falta de recursos técnicos, algo que, a pesar de la ingenuidad de la propuesta, consigue mientras asistimos a la metamorfosis del protagonista debido a la posesión alienígena-vegetal. Simpática aunque intrascendente 
  • El señor de la guerra (2005) - Andrew Niccol. Con unos títulos de apertura espectaculares Niccol vuelve a dejar patente su habilidad para narrar historias en la frontera entre el cine espectáculo que demanda Hollywood y ese otro cine con vocación social y reflexiva. No termina de cuajar en gran película y decae con los minutos pero merece la pena verla, como pasa con casi todas las películas de este director
  • El contrato del dibujante (1982) - Peter Greenaway. La primera gran película del año. Apasionante retrato de las desventuras de un arribista con ínfulas de artista en la Inglaterra de finales del siglo XVII. Preciosista, espectacular en su cromatismo y en la construcción de planos de extraordinaria belleza plástica, cuenta con la presencia determinante de la música de Michael Nyman. La historia mantiene la tensión y los giros de la trama sorprenden e interesan, aunque es su vertiente pictórica y musical la que arrebata al espectador. Imprescindible
  • The Pillow Book (1996) - Peter Greenaway. Hermosa, extraña y sensual narración que nos muestra la evolución de una mujer que comienza usando su cuerpo como papiro para la escritura de otros hasta que ella misma decide convertirse en escritora sobre los cuerpos de los demás. Metáfora sobre la creación y la vida en la que Greenaway rompe convenciones de la narrativa cinematográfica para construir una historia que además resulta muy entretenida.
  • Los descendientes (2011) - Alexander Payne (cine). Es una de esas películas que con el paso del tiempo se me va cayendo. De la admiración inicial sólo queda el respeto por una historia con un punto de partida interesante y muy buenas interpretaciones que termina desembocando en un irritante folletín convencional. Más superficial de lo que pretende aparentar.
  • Atraco a las tres (1962) - José María Forqué. Sobrevalorada película española ambientada en los oscuros años del franquismo y cuyo mayor valor reside, precisamente, en la descripción de arquetipos sociales de una época triste, casposa y miserable. Se hace cansina y no es tan divertida.
  • Insomnio (2002) - Christopher Nolan. Convencional, a ratos (pocos) entretenida y a ratos (demasiados) decepcionante película de intriga de un Nolan menor al que no ayuda un Al Pacino ensimismado en su muestrario de muecas y tics.
  • Shame (2011) - Steve McQueen (cine). Un fabuloso Michael Fassbender y una magnífica Carey Mulligan dan vida a dos hermanos en este poderoso relato que gira en torno al vacío existencial de un habitante urbano del siglo XXI. Un tipo al que nada parece ya estimular salvo una sórdida sexualidad de la que no es capaz de escapar. El New York, New York en la voz desolada y rota de Carey Mulligan pone los pelos de punta.
  • La invención de Hugo (2011) - Martin Scorsese (cine). El viejo maestro se atreve con el 3D y por primera vez alguien consigue que la dichosa técnica que venía (de nuevo) a revolucionar el cine adquiera algún sentido. Sus famosos y elegantes travellings aprovechan al máximo las tres dimensiones en un hermoso cuento que termina convirtiéndose en una apasionada declaración de amor y lealtad al cine.
  • Mientras duermes (2011) - Jaume Balagueró. A pesar de la extraña, malsana e interesante premisa de partida la película no avanza, se estanca, es reiterativa y termina siendo excesivamente inverosímil a pesar de que remonte algo con ese final sorprendente y subversivo, tan antihollywoodiense.
  • Moebius (1996) - Gustavo Mosquera R. Experimento cinematográfico que gozó de cierta relevancia en el momento del estreno y al que el paso de los años no le ha beneficiado. Aún con ciertos aciertos en el plano visual y el innegable valor de su lectura sociopolítica (en relación a los desaparecidos de la dictadura argentina) el resultado final termina siendo tedioso, confuso y soporífero.
  • Los idus de Marzo (2011) - George Clooney (cine). Otra de esas películas demócratas que promete descubrirnos la cara oculta de la política norteamericana para terminar componiendo un anodino retrato (curiosamente, moralista y conservador) de los entresijos de una campaña electoral. Aburre hasta el hastío con sus ansias de trascendencia fílmica sustentada en el vacío, cuando a duras penas se eleva sobre un telefilme del montón. Insustancial.
  • La sombra del poder - Kevin MacDonald (2009). Es que ni me acuerdo de ella. Típico producto del cine de intriga política que Hollywood hizo con maestría en los años 70 y que cuando se hace en la actualidad cae en la irrelevancia: pocos lo ven, menos lo recuerdan y a nadie le importa. Pues eso.
  • Margin call (2011) - J. C. Chandor. Crónica urgente que intenta mostrar los recovecos del capitalismo de casino que nos ha llevado al desastre en el que vivimos inmersos desde hace años. Aunque necesariamente simplista, la película funciona y deja momentos brillantes que nos muestran algunas de las actitudes que facilitaron esta pesadilla especulativa e inmoral en la que los beneficios inmateriales de unos pocos se imponen sobre los perjuicios materiales de los ciudadanos de a pie.
  • El desencanto (1976) - Jaime Chávarri. Una de las joyas ocultas del cine español. Las fronteras entre el cine documental y el de ficción se derrumban ante obras como ésta. Poética, sensible, hermosa, decadente, la historia de los Panero avanza entre retazos de nostalgia y despreocupación social y familiar hasta que la irrupción de Leopoldo, el mediano de los hijos, arrambla con todo y sirve para desenmascarar las ficciones y las máscaras de una de tantas familias que vivieron cómodamente en el franquismo, para así, desde lo particular hasta lo general, componer un retrato de la España franquista de clase media (ésa que cierto político actual afirmó que “vivía con enorme placidez”) que desaparecía.
  • Después de tantos años (1994) - Ricardo Franco. Continuación, veinte años después, de El desencanto. No alcanza ni de lejos la calidad cinematográfica de aquélla pero contiene reflexiones impagables de Michi, el menor de los Panero. Permite comprobar como el paso del tiempo destroza los hologramas construidos para epatar, destruye ilusiones artificialmente infladas y planteamientos pretendidamente subversivos.
  • El clan del oso cavernario (1985) - Michael Chapman. Tal vez sirva como estudio historiográfico de aquellos primeros homínidos y las relaciones de poder que se establecían dentro de las tribus. Tal vez, eso espero. Porque como cine es una cosa insufrible, pesada y cargante. Un coñazo.
  • John Carter (2012) - Andrew Stanton. Le tengo simpatía a  películas como ésta, que sin ser ni de lejos la peor del año, parecía destinada al fracaso desde su gestación. Tras su estreno ese fracaso fue corroborado (de forma alborozada, como si no encumbraran otras mierdas cada semana) tanto por la crítica como por el público potencial al que iba destinada, un público que terminó dándole la espalda sometiéndola a todo tipo de chanzas. No es tan mala como la pintan. Es un divertimento infantil inflado por las expectativas, con cierto aroma kitsch y demasiadas debilidades en el guión y en las interpretaciones como para poder apenas sostenerse.
  • El cuchillo en el agua (1962) - Roman Polanski (cine). Nos ponemos serios. Excelente película que narra la tensión que genera la presencia de un joven al que una pareja de clase media acomodada invita con desdén a pasar un día con ellos en su barco de recreo en la Polonia de los años 60. La angustia se palpa en cada plano gracias a la excelente dirección de un Polanski que, casi sin mostrarnos y tan sólo sugiriendo, transmite nervios y una incertidumbre desasosegante. Fantástica.
  • El soldadito (1960) - J. L. Godard. Prohibida en su momento en la Francia de De Gaulle estamos ante la confirmación de que Godard iba a ser mucho más que un miembro más de la nouvelle vague. Retrata, mediante los instrumentos con los que el nuevo cine revolucionó los modos del cine clásico, las convulsiones internas de una sociedad francesa enferma incapaz de solucionar el problema argelino . Contiene uno de esas míticas frases con las que Godard revolucionó la metarreflexión cinematográfica: “la fotografía es la verdad, y el cine es la verdad 24 veces por segundo”. Significó la presentación de esa maravillosa actriz que fue Anna Karina.
  • Verbo (2011) - Eduardo Chapero Jackson. De este director se esperaba lo máximo en su salto a la gran pantalla después de realizar una serie de cortos de extraordinaria calidad. Verbo es una película tan arriesgada como fallida. Porque arriesgado es pretender trasladar mediante imágenes oníricas ese pensamiento adolescente fantasioso dentro de un mundo realista, esa adolescencia tan incómoda con la que es difícil empatizar (tan diferente de esa niñez luminosa que tantos parecen echar de menos), ese momento en la vida en la que uno es capaz de considerarse tan especial como el ser más desgraciado del planeta. Lamentablemente la propuesta naufraga sin contemplaciones y con el paso de los minutos sólo con benevolencia se pueden obviar tantos momentos que provocan cierta vergüenza ajena. Una pena.
  • Banda aparte (1964) - J. L. Godard. Una delicia, una auténtica delicia. Desestructurada, fragmentaria, episódica, con un leve hilo conductor cuya resolución es lo que menos importa; es una película hermosa y cautivadora protagonizada por una maravillosa Anna Karina y con algunos momentos de cine en estado puro (como el baile en el bar o la carrera por El Louvre) que ya han pasado a la historia de este arte.
  • Pierrot el loco (1965) - J. L. Godard Tal vez el disparo final que la modernidad cinematográfica lanzó contra el cine clásico. Godard se apropia de algo tan característico a ese cine clásico como es el cine de género adaptado de la literatura, la intriga, los amores y traiciones, las persecuciones y huidas, la sorpresa final que cambia todo. Y le da la vuelta, lo desestructura, lo descompone, lo deconstruye y lo vuelve a construir de manera completamente diferente aún siendo lo mismo. Con un guión que parece deslavazado, la historia tan pronto se acelera como se pausa, cumpliendo la función de dejar que sea la imagen y el sonido, a través de la composición, el encuadre, el montaje, el ritmo y unos actores que se sienten libres de ataduras, los que conviertan la experiencia fílmica en algo distinto y por tanto único. Godard no sólo hacía cine, sino que también enseñaba las entrañas del que se había hecho hasta ahora, sus motivaciones, y de qué manera se podía hacer de otra forma.
  • Take shelter (2012) - Jeff Daniels. Apasionante e inquietante película en la que un ciudadano de la América profunda comienza a tener visiones que adelantan el fin del mundo. Una de las mejores películas del año que utiliza la historia como excusa para investigar en la psique colectiva del pueblo norteamericano y en su transformación en un país atemorizado por todo tipo de amenazas (imaginarias o no) procedentes del exterior. De lo mejor del año.
  • Sherlock Holmes 2: juego de sombras (2011) - Guy Pearce. La primera ya era irritante pero al menos contaba con la novedad de presentar una revisión (más física) del mítico personaje en manos de un entregado Robert Downey Jr.  Esta continuación no es más que pura cochambre cinematográfica, cine palomitero de baja estofa construido en cadena de montaje para el consumo de adolescentes adocenados y de treintañeros en pleno proceso de regresión e involución cultural.
  • Ahora los padres son ellos (2010) - Paul Weitz. ¿Para qué criticarla? Soy yo el que merecería el insulto y la invectiva por acercarme de nuevo a unos personajes tan conservadores, gastados, planos y aburridos. Las sucesivas secuelas han conseguido que ya ni recuerde la simpatía con la que vi la primera película de esta infumable saga de majaderías. La presencia de Robert de Niro y de Dustin Hoffman sólo hace mayor el bochorno.
  • La cara oculta (2011) - Andrés Baiz. Irritante e insufrible película que parte de una premisa atractiva pero deriva rápidamente en bodrio infumable. Qué mala es.
  • 2012 (2009) - Roland Emmerich. Ya sé que es mala, que se sabe lo que va a pasar desde el minuto uno, que es conservadora, que es la típica producción catastrofista que Hollywood lleva décadas repitiendo... Vamos, que es un truño, pero diré algo positivo: el nivel de destrucción durante la primera hora es tan brutal, tan enloquecido que al menos lleva a la risa. Tal vez sea la película de la historia donde se produzcan más muertes por minuto. Lo demás, lo esperable: mala de solemnidad.
  • La novena puerta (1999) - Roman Polanski. Un Polanski menor adaptando a Pérez Reverte en una historia confusa que funciona a impulsos sin seducir ni enganchar en ningún momento. Olvidable.
  • ExistenZ (1999) - David Cronenberg. Es una película que llevaba años con deseos de ver porque su punto de partida, relacionado con la construcción de mundos virtuales difícilmente distinguibles de la realidad, siempre ha sido algo de mi interés. Al final me encontré con una película construida a retazos, sin fluidez ni ritmo, que no termina de arrancar y a ratos se torna (innecesariamente) demasiado desagradable visualmente. No aporta nada nuevo al género. Prescindible
  • Día de entrenamiento (2001) - Antoine Fuqua. Dura historia de ésas que Hollywood de vez en cuando da luz verde, siempre y cuando quede claro que la corrupción policial que plantea es debida sólo a las personas y no es algo consustancial al propio sistema. Buenas interpretaciones de Ethan Hawke y de un Denzel Washington desatado en una película que tras la primera hora desfallece notablemente por no asumir el riesgo de llevar la lógica de su premisa hasta el final, con todas sus consecuencias.
  • Buried (2011) - Rodrigo Cortés. No entiendo el fervor de tanta gente con esta película. Y menos que el mérito que resalten es que mantiene la tensión durante el metraje. Faltaría más. Pero a pesar de eso no deja de ser un tío metido en un ataúd (del que no parece poder salir) durante hora y media. Sin trasfondo, sin reflexión, sin nada que reenfoque lo que se cuenta, que le dé otro valor. Nada, el vacío. Y el ataúd, claro.
  • La soga (1948) - Alfred Hitchcock. Después de Buried pensé que era por fin el momento de ver este otro ejercicio de estilo. Hitchcock intentó construir una película en una sola secuencia (finalmente, por motivos técnicos, tuvieron que ser dos) en la que dos jóvenes, tras cometer el crimen perfecto, invitan a un almuerzo a su antiguo profesor de criminología junto a familiares del fallecido para poner el broche final a su hazaña. El ejercicio funciona, no es de lo mejor de Hitchcock pero, a diferencia de la anterior película comentada, no sólo se mantiene la tensión sino que sirve como motor de cierta reflexión sobre el ser humano y la deshumanización de una sociedad burguesa decadente.
  • La cabina (1972) - Antonio Mercero. Siguiendo con el tema de la realización de películas en un único espacio me asomé a esta rareza del cine patrio, convertida ya en película de culto y que, sorprendentemente, a pesar de la pobreza de sus medios técnicos, aguanta excelentemente el paso del tiempo. Ese ciudadano anónimo (José Luis López Vázquez) representante gris de una España oscura que vivía de espaldas a la modernidad y al paso del tiempo, y que intenta llamar por teléfono, contactar con alguien (¿un grito de auxilio al exterior?), sirve como metáfora de un país aislado e incomunicado en el que cualquier intento de llamar la atención sobre la situación social era penalizado con el silencio y el aislamiento social para siempre. El plano final es antológico.
  • Grupo 7 (2012) - Alberto Rodríguez.  Espléndida. Película policial a la española que nos hace conocer esa cara oculta que nunca muestra la Sevilla de postal, semana santa y feria de abril. Historia sin concesiones, repleta de pobreza, miseria y droga que nos cuenta el nacimiento, la vida y la muerte de un grupo de la policía especializado en la lucha contra el narcotráfico en la Sevilla previa a la Expo92. Interpretaciones poderosas y dirección firme para una joya del cine español actual.
  • Pleasantville (1998)- Gary Ross. Crítica social a través de una comedia con tintes dramáticos que defiende la libertad personal y las ganas de vivir frente al conservadurismo moral americano. Y lo hace a través de una historia imaginativa y eficaz que decae algo con el paso de los minutos. Recomendable.
  • The dark knight rises (2012)- Christopher Nolan (cine) Después de la espectacular segunda entrega esta tercera pierde fuelle. A pesar de mantener esa fisicidad y esa oscuridad que tan buenos resultados le han dado a Nolan con este nuevo Batman, a pesar de mantener la tensión y de utilizar sabiamente el recurso manido de hacer caer al héroe para después hacerlo renacer, y a pesar del buen hacer de los actores la película termina naufragando debido a una historia confusa, mal planteada y desarrollada y a la mala decisión de apabullar al espectador con exceso de ruido y embrollada acción. Por no decir nada del subtexto político (conservador) que se puede leer en la película en relación a la utilización de la retórica revolucionaria por parte de “los malos” para hacerse con el control social
  • Prometheus (2012) - Ridley Scott (cine). El desastre del año, la peor película que vi en relación a las expectativas formadas. Interpretaciones planas, una dirección sin pulso y sin rumbo. Un guión de chiste que acumula referencias sin sentido y preguntas sin respuesta casi en cada plano. Personajes de tebeo pésimamente construidos, confusión, una historia pretenciosa sustentada en la nada, cierto tufo a religiosidad barata… Un desastre. Basura.
  • Carmina o revienta (2012) - Paco León. En su rareza reside su encanto. La propuesta sorprende y atrapa. Paco León graba a su madre usando técnicas de documental y le deja espacio para que exprese sus pensamientos y sus ideas. Transmite la frescura y vitalidad de una mujer eternamente joven en un cuerpo que se marchita y también ofrece pildorazos de una realidad social más cercana a la picaresca de los años del franquismo sociológico que a una supuesta modernidad que nunca parece terminar de llegar a ciertos rincones de este país.
  • Life aquatic (2004) - Wes Anderson. Anderson es mi descubrimiento particular de este año. Su cine atrapa en un universo tan singular como fascinante donde la realidad se mezcla con una insólita fantasía y los personajes son unos tipos extraños, inteligentes, en general carentes de afecto, que reclaman con desesperación que se les quiera tal y como son. Esta película, evidente homenaje a Costeau, es una auténtica delicia, con unos personajes secundarios maravillosos y con una historia que parece liviana y fragmentaria pero que en el fondo posee una enorme densidad. Imprescindible.
  • Matar a un ruiseñor (1962) - Robert Mulligan. Un clásico de las buenas intenciones y película que tuvo en su momento cierta relevancia por su encendida defensa de la igualdad racial. A pesar de sus buenas intenciones los años han pasado por encima de ella, dejándola como una curiosidad que, cinematográficamente, se sostiene fundamentalmente gracias a la visión infantil que aporta al problema.
  • Nowhere boy (2009) - Sam Taylor-Wood. Enésima revisión de los años adolescentes de los miembros de los Beatles antes de convertirse en integrantes de ese fenómeno de masas. Junto con Backbeat ésta es la película sobre ellos que más me ha gustado. Centra la historia en un joven John Lennon torturado por la ausencia de su madre y la pronta pérdida de su tío y compone un retrato verosímil de ese adolescente inquieto que pudo ser. Excelentes interpretaciones para una película pequeña pero honesta.
  • Otra tierra (2011) - Mike Cahill. Sí, apesta a cine indie norteamericano (del malo) por sus cuatro costados. Mucho sufrimiento, tonos ocres, historia con las gotas justa de ciencia ficción para posibilitar el drama, mucho sufrimiento, dosis aún mayores de culpa… Aburre y es fastidiosa. Innecesaria
  • La última ola (1980) - Peter Weir. Antecedente directo (por temática, aunque no por intenciones) de Take Shelter, una curiosidad de un Weir en sus inicios australianos en la que un hombre felizmente casado empieza a tener ciertas visiones extrañas y a recibir la visita de unos aborígenes que atemorizan a su familia. A partir de ahí terminará comprendiendo que se acerca un cataclismo del que nadie parece advertido. Aunque arranca con fuerza pierde el rumbo con rapidez y queda en la memoria más por su singularidad que por ser  una buena película.
  • Viaje a Darjeeling (2007) - Wes Anderson. El viaje en tren a través de la India de tres hermanos norteamericanos en busca de su madre se convierte en un viaje de reconocimiento y aceptación de sí mismos y de los otros en otra fabulosa experiencia fílmica que nos regala un Anderson en estado de gracia. La experiencia cromática de sus películas es algo pocas veces visto. Genial, aunque con algún altibajo.
  • Predators (2010) - Nimród Antal. Era inevitable que alguien que disfrutó enormemente con aquellos entretenidos Depredadores de los 80 volviera a intentar revisitar el universo de estos extraterrestres cazadores en esta continuación que produce Robert Rodríguez. A pesar de mi aprensión y a que esperaba lo peor, pasé un buen rato con una película que no hace más que retomar la historia que hemos visto ya tantas veces (desde El malvado Zaroff hasta en Los juegos del hambre) en la que un grupo de personas debe sobrevivir a su propia caza, en este caso a manos de Depredadores. Entretenida y convencional. Para fans.
  • Los vengadores (2012) - Joss Whedon. Pues por más que lo intento y lo intento no consigo cogerle la gracia al rollo superhéroe (salvo con Batman) en el que vivimos sumergidos desde hace ya unos años. Whedon aporta al subgénero cierta frescura y ese humor sencillo y franco que le caracteriza, pero ni aún así dejo de aburrirme la mayor parte del tiempo y de tener la sensación continua de presenciar más y más de lo mismo con distinto envoltorio. Cine para adolescentes que sólo los adultos que crecieron leyendo cómics de superhéroes pueden también disfrutar. No es mi caso, tal vez ahí está el problema. Pero persisto en el intento.
  • Los juegos del hambre (2012) - Gary Ross. Nueva franquicia dirigida (de nuevo, como no) a los adolescentes, que deja de lado la profundidad y la reflexión que la distopía que presenta podría plantear para centrarse en lo emocionalmente superficial y en los conflictos amoroso-hormonales de la protagonista. A pesar de ello tiene más dignidad que otras producciones de su estilo. Pasable.
  • Arrebato (1979) - Ivan Zulueta. Impactante, arrebatadora, sugestiva, extraña y subversiva. Una película fantástica, un testimonio fílmico de amor pasional al cine, un historia sugerente sobre el poder destructivo de las drogas y sobre la necesidad del cine, entendido éste como una forma de vida. Imprescindible.
  • Drive (2011) - Nicolas Winding Refn. Controvertida película que despierta admiración u odio. Sin término medio. A mí me resultó muy interesante esta historia, claramente heredera de Taxi driver, con un ritmo y una puesta en escena espléndidos, que nos cuenta la vida de un tipo muy particular. No deja indiferente y terminará convirtiéndose en película de culto.
  • Los Tenenbaums: una familia de genios (2011) - Wes Anderson. Tal vez los miembros de esta familia de superdotados tarados para la vida social y familiar sean los personajes más estrambóticos de la filmografía de Anderson. Y tal vez por ello los más adorables. Genial de principio a fin, sin discusión.
  • Men in black 3 (2012) - Barry Sonnenfeld. ¿Hay algo peor que una película concebida para la risa, para ser un mero entretenimiento liviano y que aburra desde el primer minuto? ¿Y que además todo parezca extremadamente estúpido, desde la estúpida  historia hasta los estúpidos personajes? Pues eso es lo que es esta cosa. Qué horror.
  • Academia Rushmore (1998) - Wes Anderson. La película con la que se dio a conocer Anderson nos presenta a uno de sus personajes emblemáticos: ese adolescente inteligente y poco a adaptado a la sociedad que en lugar de estudiar se dedica a dinamizar toda la vida cultural de su instituto y al que una profesora de la que se enamora vendrá a poner su mundo patas arribas. Cautivadora. 
  • Moonrise Kingdom (2012)- Wes Anderson (cine) La última película estrenada por Anderson sea tal vez su obra maestra hasta el momento. Vuelve a usar con inteligencia alguna de las constantes más evidentes de su universo particular, como esos niños con modos de adulto sin por ello dejar de parecer niños, y esos adultos desorientados que terminan aceptando la brújula vital que los niños le muestran. Además, la construcción del relato es más compacta que en otras ocasiones y el drama se cuela con naturalidad en esa visión agridulce del mundo que este director nos ofrece. Fantástica. Extraordinaria.
  • Crash (1996)- David Cronenberg. Una historia malsana y sórdida donde un director de cine y su mujer, carentes de nuevos estímulos y con un enorme vacío existencial, caminan por el precipicio del hedonismo posmoderno de la mano de un especialista en performances relacionadas con los accidentes de coches. Interesante a ratos, termina resultando incómoda. Es más atractiva la propuesta que la propia película, que flaquea y se debilita con el paso de los minutos.
  • Promoción fantasma (2012) - Javier Ruiz Caldera. Comedia blanca, muy blanca de adolescentes fantasmas que se quedan vagando por los pasillos y aulas del instituto donde murieron hace más de veinte años. Para solucionar sus problemas y poder por fin descansar e irse de este mundo deben ser ayudados por un simpático Raúl Arévalo. Película sin pretensiones, para toda la familia, para pasar una tarde de sábado.
  • Blancanieves (2012) - Pablo Berger (cine). Una de las grandes películas españolas de los últimos tiempos. Berger recoge todos los iconos patrios y construye una soberbia historia basada en el cuento de Blancanieves (con un punto de crueldad) pero situada en la España más cañí de los años 20 del siglo pasado. Con un blanco y negro embriagador donde el silencio se escucha, se siente y se comprende, la película fluye hermosa ante los ojos del espectador. La interpretación de la niña es maravillosa.
  • Los soñadores (2003) - Bernardo Bertolucci. Estupenda película de un Bertolucci que vuelve a los paisajes emocionales de El ultimo tango en París para contarnos una historia en la que tres jóvenes acomodados se encierran en un piso parisino para disfrutar de su cinefilia e investigar sobre sus cuerpos y su sexualidad. Es una película excelente que termina abandonando la intimidad de los cuerpos jóvenes para aportar una reflexión clave sobre el mayo del 68 que abre la puerta a una interpretación no sólo desmitificadora, sino también esclarecedora de los nuevos caminos que, a partir de entonces, empezarían a recorrer las sociedades occidentales.
  • El último tango en París (1972) - Bernardo Bertolucci. Qué decir de una película de la que se ha dicho ya todo. Sólo destacar por tanto la importancia brutal que tiene la interpretación de un Marlon Brando en estado de gracia que es el que eleva la historia hacia cotas inimaginables. El misterio que lo envuelve lo hace al espectador tan atractivo como a su amante y la revelación final de la cruda realidad mediocre de su condición hace que entendamos perfectamente la resolución final a la que se ve abocada ella. Indispensable.
  • La educación prohibida (2012) - Germán Doin. Basura. Sólo así se puede definir el documental que vino este año a revolucionar el mundo de la educación sólo para presentar cuatro clichés sin sustancia, llenar de verborrea inútil dos horas y media de aburrimiento existencial, presentar como expertos educativos a los que no son más que charlatanes y representantes del pensamiento mágico y llenar la cabeza de tonterías peligrosas a demasiados espectadores despistados. Investigar a los supuestos expertos que se atreven a denostar la educación pública estatal y las formas de enseñar “tradicionales” desde unos presupuestos ideológicos que no exponen es algo absolutamente trascendental para aquellos que realmente quieran comprender el trasfondo de este documental. La educación y los modos tradicionales de enseñanza deben seguir evolucionando pero hemos de tener cuidado con soluciones mágicas y facilonas. Lo dicho, pura basura.
  • El gatopardo (1962) - Luchino Visconti. Película mítica del cine que me dejó más bien frío a lo largo de todo su metraje. Nada se puede criticar de su suntuosa puesta en escena, de su preocupación por el detalle y la descripción detallada de la sociedad que realiza. Y Burt Lancaster está estupendo. Pero por algún motivo no entré en ningún momento en ella. Me aburrí.
  • The Amazing Spiderman (2012)- Marc Webb. Y de pronto Peter Parker de nuevo es adolescente (me temo que no será la última vez). Y de nuevo sufre mogollón hasta que acepta su destino. Y de nuevo asistimos a unas clases de psicología barata para explicar el carácter de nuestro superhéroe. Y de nuevo se enamora (ahora de Gwen) y el chaval lo pasa mal, normal. Y todo está ya muy, muy visto, y es muy, muy cansino y termina siendo muy, muy coñazo. De nuevo.
  • Corazonada (1982) - Francis Ford Coppola. La película que acabó con el sueño (megalómano) de Coppola de producir un cine caro, de calidad y de autor en las entrañas del propio Hollywood. Hermosa película ¿musical?, desmedida, con una fotografía de Storaro arrebatadora y apasionada, que nos narra como una pareja de perdedores parecen haber agotado su amor y deben volver al mundo, a la ciudad (construida íntegramente en estudio), para poder de nuevo reformularse y volver a encontrarse.
  • En la casa (2012) - François Ozon (cine). Basada en una obra de teatro del español Juan Mayorga, la película nos adentra en la capacidad narrativa de un chaval que va escribiendo a su profesor de literatura, a modo de trabajo de clase, sus avances para seducir a la madre de uno de sus compañeros de clase. Brillante en ocasiones y entretenida siempre, la película funciona como un artefacto de relojería revelando miserias y realidades de esa clase media acomodada anclada en sus rutinas. Muy recomendable.
  • Sympathy for Mr. Vengeance  (2002) - Park Chan-Wook. El cine asiático (de calidad) casi siempre voltea y pone patas arriba todas mis convenciones y conocimientos sobre el cine y su realización. Las historias podrán ser parecidas en la trama pero la forma de abordar la violencia, el amor y las relaciones personales, así como la forma de administrar los tiempos en los relatos difieren por completo del canon occidental. Es el caso de esta película, que nos narra de manera despiadada diversas venganzas entrelazadas que se caracterizan, al tiempo, por responder a una coherencia interna incuestionable y por poner de manifiesto la deshumanización y la miseria que las sociedades modernas capitalistas han traídos también a estos pueblos tan lejanos. Brutal.
  • If… (1968) - Lyndsay Anderson. Interesante revisión al estilo británico de la francesa Cero en conducta (posteriormente comentada). Como aquélla, revela los mecanismos de opresión con los que la institución educativa conformaba ciudadanos obedientes y narra la obligada rebelión violenta a la que dicha opresión termina llevando a algunos de sus estudiantes. Alternando escenas oníricas con la realidad, mezclando el color con un extraño blanco y negro, Lyndsay Anderson construye uno de los hitos del cine relacionado con la educación y nos deja un final desolador y violento acorde con los tiempo que se vivían (y que sería deseable que alguien comparara críticamente con el más sentimental y blando final de El club de los poetas muertos).
  • Holy motors (2012) - Leos Carax (cine) Una película fascinante y cautivadora. Con multitud de puntos de fuga posibilita múltiples lecturas mientras asistes a las dolorosas transformaciones de un inmenso Dennis Levant en los diferentes personajes a través de los que el director reflexiona sobre la historia y futuro del cine, sobre el ser humano y el paso del tiempo y sobre los sueños, lo que somos y lo que quisimos alguna vez ser.
  • La ciudad sin ley (1935) - Howard Hawks. Un Hawks menor. Película hasta hace poco desconocida para mí en la que el director pone su oficio al servicio de una historia con mayor densidad de lo esperado, con un personaje femenino principal que acepta la sordidez de su vida para sobrevivir y un malvado coherente, con matices. Pareja extraña que convive, se soporta y tal vez terminara amándose si no fuera por la irrupción de un joven ingenuo, de vitalidad arrolladora que hará dudar a ella de sus elecciones y de su fututo. Ha aguantado muy bien (mejor que muchas) el paso del tiempo.
  • Cero en conducta (1933) - Jean Vigo. Mediometraje de culto que se introduce en el proceso de disciplinamiento y control social que la escuela realiza. Es una obra enorme, con detalles tan inteligentes como poderosos a la hora de construir las metáforas de un relato sonoro que podía perfectamente ser mudo sin perder nada de su fuerza. Imprescindible
  • La vida de Pi (2012) - Ang Lee (cine). La historia de cómo un adolescente tarado por un chute demasiado fuerte de religión(es) elude la realidad para sobrevivir a un naufragio se convierte en un bodrio esteticista, cansino, reiterativo, infantil y pesado, muy pesado, que extrañamente se ha convertido en un éxito para esa crítica y ese público que cada año esperan como idiotas esa película de prestigio a la que adorar. De fácil consumo y espiritualismo de saldo gustará a seguidores del pensamiento mágico y del rollito "todo vale" propio del new age.
  • Casino Royale (2005) - Martin Campbell. Por fin, en años, una película de James Bond que está bien hecha, que entretiene y que no tiene que apelar a la nostalgia del espectador ni a la fuerza de su personaje para agradar. Buena película de acción, con ritmo, y con un Craig que le da un aspecto más rudo al personaje al tiempo que le aporta mayor humanidad. Amena
  • Diamond flash (2011) - Carlos Vermut. Rareza que ya se ha convertido en película de culto de minorías. Estrenada inicialmente sólo a través de la red, es una extraña deconstrucción del mito de los superhéroes sustentada a través de diferentes y duras historias de corte social mínimamente entrelazadas. Impacta, seduce, sorprende. Merece mucho la pena.
  • El capital (2012) - Costa Gavras (cine). Han criticado su evidente didactismo, como si esa falta de sutileza a la hora de criticar los modos capitalistas que nos llevaron al abismo fuera un problema. A mí me gustó que el acercamiento al tema fuera directo, en ocasiones grosero y vulgar, porque el dinero no hace mejor a los hombres sino que tan sólo les ofrece la posibilidad de satisfacer sus miserables deseos sin que nadie los juzgue. Película necesaria, no brillante pero sí interesante y con momentos enormes, que relata el ascenso de un arribista hasta lo más alto de uno de los bancos europeos más importantes mientras se defiende de otros que como él, sólo ansían lo mismo: dinero y poder. ¿Y los ciudadanos normales? Que se jodan, claro.
  • Extraterrestre (2011) - Nacho Vigalondo. Simpática de partida pero fallida propuesta de comedia de personajes de un Vigalondo poco inspirado en la dirección de actores y al que el tiempo se le hace eterno para relatar algo que no da para más de media hora tal y cómo está planteada la película. Una pena
  • El hobbit (2012)- Peter Jackson (cine). Volver a la Tierra Media es un enorme placer y Jackson sabe lo que queremos aquellos a los que nos emocionó con su adaptación de El señor de los anillos, hace ya más diez años. Lo que allí fue un necesario ejercicio de síntesis aquí se convierte en un ejercicio de evidente inflación para deleite de los aficionados al género y dando munición a los detractores de este tipo de cine. A mí me encantó.
  • Chico encuentra a chica (1984) - Leos Carax. Ópera prima del director, rodada en blanco y negro, nos cuenta de manera no siempre lineal la arrebatadora historia de amor entre dos jóvenes autoexiliados de la sociedad convencional en un París entre tinieblas. Él sabe que ha encontrado al amor de su vida y luchará por alcanzarlo a pesar incluso del rechazo inicial de su amada, que por otra parte es una suicida potencial. El monólogo al telefonillo es de lo mejor y más intenso que he visto en mucho tiempo. Cautiva y seduce.

15 diciembre 2012

Gotas de cine (1): Grupo salvaje


Su mundo ha muerto. La civilización estrecha cada vez más el cerco sobre ellos. Ford lo había narrado antes en El hombre que mató a Liberty Valance. Nos brindó el emocionante relato, tan desesperado como coherente, de Tom Doniphon, representante salvaje de un mundo sin leyes que desaparecía, un tipo que aceptaba su fin, el fin de su prevalencia, de sus propios sueños, para que un país agreste se construyese sobre los huesos de sus muertos. Ford lo contó desde la épica heroica del perdedor. Peckinpah quiso contar algo parecido pero de manera más brutal, más sucia, más polvorienta. Quiso narrar la misma historia pero sin el mito, sólo desde la vertiente humana de la épica del perdedor. Y hoy aún emociona su relato. No hay redención ni justificación posible para las acciones del Grupo Salvaje que comanda Pike Bishop (William Holden). No hay justificación ni redención porque ellos no rinden cuentas a la moral de la civilización, sólo a su propio código moral, ése en el que nada hay peor que no cumplir la palabra dada, aunque lo importante no sea esa palabra dada sino a quién se le da. Son salvajes que cabalgan ya sin rumbo ni futuro. Han envejecido, se sienten cansados, derrotados, acosados como alimañas. Hace años que debieran estar muertos pero han sobrevivido en un mundo que les da la espalda. Deambulan por las tierras que antaño creyeron dominar, añoran sus sueños quebrados, su vitalidad, el tiempo aquel en el que aún creían disponer de un futuro. Nunca les preocupó nada más que su pellejo y el posible botín a conseguir. Lo intentan de nuevo, una vez más, se embarcan en otra de tantas historias que nunca salieron bien. Los pobres rara vez se enriquecen delinquiendo. Los acompañamos en la que creemos que es su última aventura, nos transmiten su cansancio vital, somos testigos de cómo intentan creerse sus propias mentiras, sus proyectos, ésos que nacen muertos antes de salir de sus bocas. Sorprendentemente salen indemnes. El negocio les sale redondo. Tal vez sea éste el golpe que realmente los retire. Como si eso pudiese suceder… Sólo han tenido que cometer una indecencia más: simple, lógica, natural. Han dejado en manos de aquellos que les contrataron a uno de sus compañeros. Aceptando una vez más que los otros, los que detentan en cada ocasión el poder, los que son aún más miserables que ellos pero tienen detrás el dinero y la fuerza, decidan arbitrariamente sobre uno de los suyos. Sobre uno de los miserables. Sobre uno de los que no tienen nombre. Sobre uno de los que nadie vendrá nunca a salvar.

Bishop (Holden) se viste mientras la prostituta con la que acaba de estar se peina y el bebé de ella, en la misma habitación, llora desconsolado. Acaba de follarse a una puta. Otra más. Como tantas. Como tantas veces. No hay concesiones al espectador. Se siente mayor, se siente agotado, incapaz de volver a construirse la ficción de una nueva vida. Siente que su historia está cerca ya de su final, lo acepta, casi lo desea.  Está hastiado, derrotado, cansado de caminar, cansado de luchar. Mira una vez más a la puta. Los ojos azules de Bishop (Holden) refulgen en la pantalla transmitiéndonos su enorme fatiga. Sólo queda hacer lo que hay que hacer. Termina de vestirse, se enfunda su revólver, sale del cuartucho y se enfrenta a dos de sus hombres que disputan miserablemente con otra prostituta el precio de sus servicios. Se hace el silencio. Los tres se miran. Bishop es el primero en hablar: “let´s go”. La respuesta tarda unos segundos en llegar: “why not?”. Ese diálogo resume la película, resume sus vidas, sintetiza su vacío: 

-“Vamos
 -"¿Por qué no?"

Sólo queda hacer lo que hay que hacer. Fuera les espera Dutch (Ernest Borgnine). Los cuatro se miran un segundo, sonríen, no hace falta nada más. Saben lo que les va a suceder, saben que esta vez va en serio, que su historia está acabada, que les ha llegado la hora y que, por fin, para terminar, van a hacer una última cosa bien, sin sentido, sin lógica, sólo porque saben que deben hacerla a pesar de las circunstancias

Sólo queda hacer lo que hay que hacer





30 noviembre 2012

Perdón por molestar

Caminan entre nosotros, por todas partes, aparecen tras cada esquina, en cualquier andén de metro, debajo de tu casa, te persiguen, te cercan, a veces en parejas, hueles su infecto aliento. Nunca antes hubo tantos por Madrid. 

Ando desbordado por datos, informes, números, fraudes, ayudas infames a aquellos que nos hundieron, abyectos recortes de lo que era de todos, hastiado de una prensa jurásica e indecente, de tantas radios que emiten en una misma frecuencia infinita tan sólo la voz de sus amos, de las solipsistas redes sociales… Vivo inmerso en una sensación continua de que nada de lo que leo, de lo que me cuentan me sirve ya para mejorar la composición del relato, da igual el nuevo ensayo que ataque o la nueva información que me envíen, tengo la espantosa certeza antes de empezar a leer de que es algo que ya conozco, de que todos a estas alturas, de un modo u otro, ya no podemos seguir engañándonos y que la calma general sólo puede ser explicada desde la imposibilidad de respuesta, desde la inexistencia de cauces mediante los que evitar lo que nos venden como inevitable. O tal vez todo es más fácil y se explica desde una sociedad conformada y educada para ser borrega, para bajar la cabeza sin rebelarse, para alcanzar sin pudor límites insospechados de cobardía. Putos cobardes sin sangre. Somos. A veces, todavía, exploto y de manera desabrida algún amigo o conocido es alcanzado por dardos envenenados infestados de datos que no se pueden obviar y que sirven para desenmascarar las idioteces argumentales en las que algunos aún se intentan refugiar para sobrevivir. Cada vez me pasa menos, la sensación de letargo se va apoderando de mí. No merece la pena. No merecen la pena.

Deambulan entre nosotros, su número crece por días, son nuestros muertos, cadáveres andantes, zombis del sistema capitalista. Con los dientes ennegrecidos por la miseria, con el rostro contraído por el hambre y la mirada perdida por el fracaso vital. 

En letargo. Sí, me pasa cada vez más a menudo, entro en letargo en las conversaciones sobre la actualidad, me aburro, me parece que ya se ha dicho todo, que todo se ha valorado, que la crítica es superflua o insuficiente. A estas alturas de la historia sólo nos quedan dos opciones: o pasar a la acción o quitarnos de en medio. Lo demás es literatura. Y de pésima calidad. Me siento mayor, se acabó el artificio, no puedo volver a salvar el mundo entre efluvios de alcohol, la realidad ha entrado en nuestras vidas, ha dado una patada en la puerta para ocupar nuestras casas, se ha sentado en nuestro sillón favorito, mirándonos en silencio, desafiante, nos ha manchado, nos ha llenado de mierda para siempre.

Se arrastran ante nosotros, los evitas como puedes, te zafas de ellos, bajas la cabeza y aceleras el paso. No tienes un cigarro, no tienes una puñetera moneda, no tienes tiempo, no tienes alma ni conciencia. En el metro, en el tren, no puedes huir y tan sólo resta aguantar el momento. Escuchar la patética cantinela, el relato del fracaso, del dolor, del gulag capitalista. Me fijo en las caras de mis compañeros de vagón, estudio sus facciones, interpreto sus emociones; me asusta pensar que casi todos ellos serían capaces de interpretar a la perfección el papel de un alemán cualquiera en los años del nazismo. Y que, sin dudas, yo soy uno más de ellos.

Cuando me sacuden y despierto del letargo cada vez razono de manera menos ponderada, menos reflexiva, con menos paciencia. Sólo siento unas enormes ganas de morder, con rabia, sin soltar la presa a pesar de los palos que me caigan encima, como el perro en la perrera, que muerde y ladra sólo por rabia, sin fe, sin objetivo, tan sólo para demostrar que aún respira aunque se sienta muerto por dentro. Pero con eso ya tampoco alcanza.

Se humillan ante nosotros, suplican, relatan situaciones inverosímiles completamente reales, su pérdida de dignidad no es más que el reflejo deformado de nuestra propia miseria. Consiguen unas pocas monedas y el que se las da se siente un poco mejor esa mañana. Ellos fingen agradecimiento pero sólo debieran odiarnos. Tal vez lo hacen, nos odian porque hemos conseguido una plaza en los esquifes del Titanic. No ven más allá de nosotros y querrían ocupar como fuera nuestro lugar. Nos odian, sí. Normal. Pero no pasan a la acción; como el resto. Se lo impide el miedo a la represión, al castigo. De momento.

27 noviembre 2012

Ochenta años de fracaso educativo y social a través del cine

 Desde Zéro de conduite (Jean Vigo, 1933)...


 ... Pasando por Los 400 golpes (François Truffaut, 1959)...


 ... Por If... (Lindsay Anderson, 1968)...


... Para terminar en La clase (Laurent Cantet, 2008)
 

... O casi ochenta años en los que el cine deja constancia de cómo la escuela es vivida como una cárcel represora por demasiados niños que no comprenden su utilidad, no soportan sus arbitrariedades, ni las jerarquías impuestas, ni la falta de respeto a sus personas y a su intelecto... 

El cine como testigo de un fracaso social, de una esperanza siempre al borde de la putrefacción, de unas formas de enseñanza que siempre se sienten como anacrónicas y alejadas del presente, incapaces de adaptarse a las necesidades educativas de su tiempo.

Y en lugar de preocuparnos por esto, por mejorar nuestras formas de enseñar y de relacionarnos todos, profesores y alumnos, en los diferentes entornos educativos, nuestro tiempo nos obliga a dedicarnos a salvar los restos del naufragio, a eludir los graves problemas que asolan a los sistemas tradicionales de enseñanza para defender en primer lugar su propia existencia, como garantía de superviviencia de esa mínima posibilidad de justicia social que la escuela, aunque sea pobremente, intenta al menos garantizar.  

31 octubre 2012

Nada que contar

¿Cómo construir un post cuando no tengo nada que decir? ¿Por qué escribirlo?  ¿Cómo se narra la rutina? Resetear, limpiar las entrañas de la maquinaria que nos conforma, es tan difícil que, como la quimioterapia, te deja seco, sin nada, en fuera de juego, destruye todo, lo bueno y lo malo, sin sufrimiento que transmitir pero sin nada interesante que contar. Los días pasan, despacio, uno a uno, sintiendo cada hora de cada uno de ellos, tan tranquilos que no parecen reales, no recuerdo ya si en algún momento fueron así. Pequeñas sorpresas, grandes rutinas, nivel de sufrimiento mantenido y soportable, Sevilla en la lejanía, tan lejos, sin ganas de pasarme por ella, ni acercarme, tan sólo traerme a lo fundamental que allí habita hasta aquí. Puro egoísmo. Es lo que toca. Es curioso como la nada te invade cuando no tienes presión, Como en ese mundo de Fantasía de Ende. Va apoderándose de uno, te atrapa, penetra en ti, la sientes dentro, te inutiliza, destruye aspiraciones y ambiciones, te da igual, la aceptas, vives con ella, casi la agradeces, siempre preferible al horror de la inconsciencia donde los fantasmas campan a sus anchas provocando un dolor insoportable. Las lecturas se hacen complicadas porque dispones de demasiado tiempo para hacerlas, el cine pasea por el precipicio de la irrelevancia, las series son un pasatiempo que te escupen a la cara su papel de entretenimiento inocuo. ¿Y entonces? Entonces sólo queda seguir, mantenerse, resistir. Atender a los detalles, a los indicios, reconstruir el castillo de naipes que es finalmente la vida de cada uno de nosotros, mezcla de ficción, esperanza y deseo. Y esperar, seguir esperando, a la espera, a la espera de uno mismo. Sabiendo que sigues por ahí.

07 octubre 2012

Tiempo

Tirar hacia delante, dicen, hay que seguir, afirman. Afirmo. Lo repito continuamente, de hecho. Para evitar la compasión, el momento tenso de la empatía que no deseo. Pasan los días, y ríes, y vuelves al mundo, ése que nunca dejó de girar, pero algo falla, no funciona, nada es como debiera, tal vez sean esos sueños que nunca tuviste, que te despiertan temblando, entre fantasmas que se aparecen, entre zombies que se multiplican, entre enfermos infinitos y situaciones surrealistas, manifestación subsconciente de un dolor que sólo se manifiesta en soledad, en las horas muertas, en los vacíos, en los intersticios de la vida. Siento el paso del tiempo, a veces creo envejecer por segundos, en cada inspiración, en cada espiración. Y nada me reconforta, nada de lo que antes lo consiguiera, el desconcierto es total, nada tiene sentido, todo parece dar igual. Lo da, pero sabes que tampoco debe hacerlo. O sí. Has perdido las coordenadas de la isla, que se mueve en el espacio-tiempo sin control alguno. El tiempo. A eso te aferras, al tiempo. Que diluye los recuerdos, que prioriza al presente y especula sobre el futuro, sin pararse en el pesado pasado, en las fotografías que muestran lo que ya no existe. La habitación verde sólo sirve como refugio en la tormenta pero es un ancla que impide el movimiento. No ha pasado ni un puto mes. A veces parece que fue un año, a veces parece que fue ayer.

20 septiembre 2012

Mari

Al final la jodiste, Mari, a pesar de tus esfuerzos y de tu sufrimiento, a pesar de tu entereza y de tus padecimientos. La jodiste. No conseguiste vencer al monstruo ni tampoco a la brutalidad sádica con la que la medicina moderna intentó destruirlo. Y yo te mentí. A pesar de lo que te dije: una vez que tu regreso era ya imposible el mundo dejó de esperarte y, perezosamente, comenzó de nuevo a girar mientras el tiempo intentaba, de nuevo, volver a fluir. Y no puedo evitar este terrible sentimiento de traición cuando vuelvo a sonreír, cuando vuelvo a preocuparme por cosas banales, cuando intento volver a ocuparme de la actualidad. Hasta cuando respiro. Entonces apareces de nuevo y arrasas con todo, con la virulencia que te da la fuerza de haber protagonizado el mayor desastre emocional que yo haya vivido jamás. Y, como sabes, no suponías precisamente el primero. Seguirás presente, siempre, diluyéndote lentamente gracias a esa memoria selectiva que nos permite seguir hacia delante evitando que nos sentemos a llorar hasta el hastío. Porque, en realidad, en el fondo, nada más nos apetece.

Nunca sabrás el porqué. Nunca te lo podré ya contar. Pero siempre que escuche esta canción, siempre que escuche este disco, sé que volverás a mi cabeza. Entre llamada telefónica y llamada telefónica, entre lágrimas y exabruptos, entre momentos de miedo y momentos de rabia, entre los de nervios y los de esperanza yo escuchaba una y otra vez esta canción, este disco, copa tras copa, hasta que la madrugada nos daba una tregua a la espera del nuevo parte médico que, a la mañana siguiente, nunca nos daba una sola alegría real.

Un beso, niña. Hasta siempre.

Putas ganas de seguir el show
ni de continuar mintiendo
y en un travelling algo veloz
sale un "fin" en negro.

Me pregunto quién pensó el guión,
debe estar bastante enfermo,
fue el estreno de un gran director,
le caerán mil premios.




13 septiembre 2012

Lágrimas

La abuela peina con dulzura a su nieto mientras lo intenta tranquilizar para reducir su llanto: “tu madre te está mirando desde el cielo y va a estar contigo siempre, no llores mi vida, concéntrate, ¿verdad que la ves?”. Mientras lo dice, lágrimas incontenibles comienzan a surcar su rostro envejecido sin que ello le haga quebrar su voz en ningún momento. El niño sigue llorando, nada parece consolarlo, cierra con fuerza sus ojos y balbucea, desesperado, mientras incrementa su sollozo: “¡pues es que yo no la veo, yo quiero ver a mi mamá!”. Lágrimas como puños recorren su carita enrojecida. Tembloroso me meto en la habitación de al lado mientras sigo escuchando de lejos, como un susurro, la voz de la abuela intentando endulzar para su nieto el dolor que a ella misma le corroe las entrañas. Me quedo allí de pie, sin poder moverme, conteniendo casi la respiración. Sin nada que hacer. Sin nada que decir. Sólo intentando asimilar tanto dolor.

03 septiembre 2012

Mileuristas, cuando éramos tan felices

O eso creíamos. Al menos nos desenvolvíamos con naturalidad y cierta prepotencia en esa ficción que nos habíamos construido dentro del minúsculo habitáculo que la sociedad cínica de nuestro padres nos había arrendado a precio de oro con la falsa promesa de que, finalmente, nosotros heredaríamos la Arcadia. Solo que sin prisas, sin agobios, porque ellos se sentían todavía capaces, no debíamos precipitarnos ni dar pasos demasiado rápido, ellos se encargarían del negocio, de dirigir el barco, de los asuntos serios, mientras tanto nos dejaban disfrutar de las falsas mieles de la adolescencia eterna porque al fin y al cabo, todavía treintañeros, éramos aún demasiado tiernos para ese rollo de la vida adulta. Todo ello no era óbice para que se les llenara la boca y se enorgullecieran con aquello de que sus retoños eran los mejor preparados de la historia de España. Hipócritas, no por ello nos dejaban de contratar de manera miserable, precaria o como becarios indefinidos. Hace ya un tiempo, en los años dorados de la burbuja española, escribí un par de posts en los que trataba de explicar mi punto de vista, ya entonces desmitificador, sobre la generación mileurista, los mileuristas sin voz los llamaba, los mileuristas adultescentes, nacidos en  los setenta, al calor del cambio social y político más importante de nuestro país. Éramos vistos con simpatía condescendiente por nuestros mayores y, aunque superficialmente rebeldes, seguimos dócilmente los caminos previamente abiertos por ellos sin aportar casi nada propio, sin desenmascarar ninguna de las mentiras sobre las que se construyó la España democrática. Casi nadie se escapó fuera del redil. Recibíamos continuos elogios por nuestra formación pero eso, sospechosamente, no se iba traduciendo en una mejora de nuestras condiciones laborales. De hecho, en ocasiones, casi parecía que nuestros estudios eran su trofeo, su logro, un regalo que nos habían hecho, por el que teníamos que darles continuamente las gracias y otro motivo más para aceptar sin rechistar las precarias condiciones (decían que iniciales) que el mundo laboral nos ofrecía. Nos convertimos en los mileuristas: jóvenes preparados (o no tanto) que iban encadenando contrato precario tras contrato precario o beca tras beca en todos los campos laborales. Ahora que se empieza a hablar con nostalgia de los años dorados de la burbuja, cuando España crecía por encima de la media europea y estábamos en la Champions League de la economía de la estafa, no debemos olvidar que en 2006 casi el 60% de los asalariados españoles era ya un puñetero mileurista, lo que unido a los precios disparatados de la vivienda (viviendas que nos vendían, no lo olvidemos, nuestros mayores, los que las tenían o construían, nuestros padres, que se enriquecieron a nuestra costa) hacía que la mayoría de los jóvenes comprendieran rápidamente que, careciendo por completo de espíritu de lucha ni estando preparados para la confrontación social, más les valía hacerse a la idea de vivir el día a día, sin planes de futuro, a la espera de las sustanciosas herencias que parecía que se estaban amasando y de los espacios sociales y laborales que en algún momento los otros les dejarían libres. 
 
Y vaya si nos creímos bien nuestro papel de comparsas sociales. Lo interpretamos de maravilla. Nos venía como anillo al dedo. Habíamos sido educados para ello. Nos retiramos del mundo político y social. No nos querían, ni nos iban a dejar acceder a él sin pelear, cierto, pero lo que nadie pareció entender es que, en el fondo, a los que menos nos apetecía esa lucha era a nosotros. Ya en aquel instituto, en el que casi todos estuvimos, así como después, en la universidad, a la que terminamos colapsando, encontramos una rutina semanal, suma de trabajo y evasión, que con nuestros primeros empleos mantuvimos sin problemas: sin responsabilidades de ningún tipo (a las que éramos alérgicos) la cosa consistía en trabajar como mulos durante la semana y desfasar sin tregua durante los fines de semana. Era fácil, sencillo, dominábamos como nadie la especialidad, llevábamos años entrenándola. Así fueron pasando los años, casi sin darnos cuenta, y fuimos formando parejas al mismo ritmo que las deshacíamos, y los hijos iban llegando casi sin querer, más por imperativo fisiológico que de manera natural, y nos hacíamos mayores sin quererlo, ni parecerlo. Y sobre todo sin sentirlo. Nada parecía romper el frágil equilibrio en el que los adultescentes, ya treintañeros, eran tan felices, en su burbuja social, con sus reuniones con los amigos, con su propia mitología construida a base de historietas adolescentes que les hacían creerse tan especiales, siempre con la televisión y la música como ejes de la nostalgia sentimental, con la melancolía por el recuerdo de aquellos veranos infinitos y con el (extraño) orgullo de haber sido los últimos españoles que habían crecido en la calle, sin conexión a Internet, sin redes sociales virtuales, la verdadera brecha generacional que marca la diferencia con los que verdaderamente hoy sí son jóvenes.

Trabajábamos y ganábamos dinero. Un dinero miserable con el que teníamos que vivir a crédito, hipotecando nuestros futuros, claro, pero entonces eso no nos importaba, teníamos la liquidez necesaria para seguir siempre de fiesta, para invitar a esa última ronda que siempre se convertía en la penúltima, de fiesta y de risas, con los amigos, exprimiendo los minutos casi con desesperación. La vida era lo otro, el trabajo, el mal necesario, las condiciones laborales cada vez más precarias, algo de lo que tampoco había que hacer un drama, no había que dar la brasa, ni joder el momento, ni la diversión, bastantes malos rollos había que tragarse durante la semana para seguir con las malas energías cuando nos juntábamos. Se dejaba a un lado la vida real y los mileuristas adultescentes, cuando se juntaban, se sumergían en su propio universo, construido a su medida, donde eran los reyes de la creación, donde sus historias eran las más divertidas y sus carcajadas las más sonoras. Fuera, el invierno estaba llegando. Y el frío empezaba a calar los huesos. Pero dentro se estaba tan bien… Los amigos como tótem, los amigos de siempre a ser posible, los de toda la vida, las viejas historias, las cervezas, las risas. Aunque todo estuviese ya podrido y el olor del cadáver ya no se pudiese ocultar. Reencontrarse con los amigos, con las novias (o esposas, ya), con los novios (o maridos, ya) y desbarrar. El botellón, que había sigo el eje en torno al cual giraron nuestros jóvenes inicios sociales, seguía marcando la pauta, aunque ahora se pudiese entrar por fin en los bares o tuviéramos viviendas propias donde juntarnos: el alcohol siempre debía correr, con él siempre terminaban sucediendo cosas; muchos se sumergían también en otras drogas dulcemente evasivas. Los conciertos, la música y las risas, siempre las risas, las chicas, los ligues, los chicos, las historias, y las risas…. Ahora vienen los que dicen que ya lo preveían, los que dicen que ellos ya nos advertían de que esta ficción no se podría mantener durante mucho tiempo, que nuestra falta de conexión real con la sociedad se terminaría pagando, pero en el fondo el contexto impedía entonces que cualquier crítica trascendiese: no había espacio ni tiempo para ello, lo máximo que sucedía es que se integrase en una noche más de farra y fuese el elemento serio de la noche hasta que la juerga y la diversión se impusiesen una vez más.  En el fondo, nadie quería realmente ser el agorero que destruyera el buen rollo de nuestros encuentros, nadie quería ser el que mostrara la realidad a los que vivían tan felizmente dentro de la caverna, el que advirtiera que era más que evidente que no estábamos siendo capaces de integrarnos como adultos en la sociedad, que seguíamos viviendo bajo códigos adolescentes cuando estábamos ya cerca o inmersos en la treintena. De ahí el acierto del término adultescente para delimitar lo que éramos.  
 
Ejercíamos de niñatos porque era lo que mejor sabíamos hacer y porque, en el fondo, nadie quería ni esperaba que hiciésemos otra cosa.

En el fondo solo nosotros, los adultescentes ya envejecidos, los que pertenecemos a la generación mileurista, los treintañeros o los que ya, con sorpresa, celebraron su cuarenta cumpleaños sin entender muy bien cómo podía eso suceder, podemos entender el desastre sentimental que el presente nos depara. Muchos sabíamos que algo no funcionaba en nosotros, que el artificio no duraría para siempre, pero la marea era tan fuerte que era imposible no verse arrastrado de una manera u otra por ella.
 
Éramos tan felices. O creíamos serlo. 
 
El futuro no existía. Vivíamos un presente perpetuo porque envejecer, madurar, no estaba entre nuestras coordenadas vitales. Esa vida en  presente continuo enmascaraba esa nostalgia infinita, dramática, casi enfermiza, escrita a fuego en el ADN de nuestra generación del pasado adolescente. Seres melancólicos que veíamos aquellos años como los últimos en los que disfrutamos de una libertad auténtica y vislumbrábamos lo que ahora ya reconocemos como una verdad aterradora: nunca volveríamos a ser tan felices. Estamos tarados para la vida adulta. No está hecha para nosotros. Nunca creímos en ella, nunca quisimos acceder a ella, no sabemos cómo vivirla.

Los años nos fueron cayendo encima. Sin darnos cuenta nos casamos, tuvimos hijos y compramos casas. Al fin y al cabo, no había que tirar el dinero y parecía que lo mejor era invertir en lo que fue la última gran mentira de nuestros mayores: la vivienda, el valor que nunca bajaría. Puede producir una risa conmiserativa hoy pero ese era el mensaje persistente que nos llegaba por entonces. Y les volvimos a hacer caso. Con fe ciega. Nos volvimos a equivocar, claro. Nos dimos cuenta, sin darle por supuesto la menor importancia, que era imposible que pudiéramos soportar la carga económica que suponían estas viviendas con los sueldos que teníamos en cuanto sufriéramos cualquier bache. Daba igual. La utopía liberal de la burbuja seguía vigente: pleno empleo, precario y miserable, sí, pero para siempre. Vivíamos ya en los albores de 2008 y pronto nos tendríamos que familiarizar con las hipotecas subprime (como las nuestras), descubriríamos la existencia de Goldman Sachs y Leopoldo Abadía se convertiría en el gurú económico del momento… La historia nos atropelló mientras nos tomábamos la última copa. De repente, como con aquellos ciegos de Saramago, empezamos a escuchar inquietantes historias de conocidos, o de amigos de amigos, o de conocidos de amigos de conocidos... Se quedaban en paro, perdían su trabajo, no encontraban nada nuevo en lo que trabajar, sufrían… Poco a poco dejabas de verlos, desaparecían del circuito. Al principio pudimos hacer como que no existían, eludirlos, seguir como si nada pasase, pero las historias seguían circulando, no dejaban de crecer, al tiempo que en los medios la prima de riesgo se erigía como un agujero negro informativo alrededor del que giraba toda nuestra realidad, todas nuestras vidas sometidas a su imperio, arrastrándonos lentamente pero sin remisión hacia el abismo. 
 
Los problemas económicos y el paro comenzaron a extenderse implacablemente sobre todos y nosotros, los mileuristas adultescentes, nos vimos atrapados por la gran tormenta: propietarios de viviendas cuyas hipotecas no podíamos pagar o cuyo pago significaba la asfixia económica total, con trabajos precarios y mal pagados que iban desapareciendo, muchos con hijos recién nacidos, nos dimos cuenta de que, a pesar de nuestros manidos discursos antisistema, no sólo participábamos del sistema sino que además íbamos a recibir todas las hostias sin protección alguna. Empantanados, sin poder caminar hacia delante, sin poder volver hacia detrás y sin poder huir como hacían los jóvenes veintañeros que estaban igual o mejor formados que nosotros pero no soportaban todavía ningún tipo de cargas, ni económicas ni emocionales. Absolutamente jodidos. La realidad nos arrasó. Cerró el último bar. Acabó la fiesta. Nos quedamos solos, frente al espejo, sin reconocernos.

Desde hace ya un tiempo nadie puede negar que las reuniones con los amigos, las cervezas del domingo o las escapadas nocturnas han perdido su sabor. Cada vez hay menos risas, la evasión se ha vuelto imposible, la realidad nos ha impuesto su agenda y se nos ha endurecido el rostro y el alma. Es curioso observar cómo treintañeros largos, que en toda su vida se han preocupado por leer un periódico, cuya máximo activismo político era recordar votar una vez cada cuatro años a quien estéticamente mejor se aviniera a sus escasas ideas, se enzarzan en agrias y pobres discusiones intentando desmadejar la madeja social que los ha puesto frente al abismo. Como malos actores interpretando un papel para el que nunca estuvieron preparados, balbucean soluciones extremas que ni ellos mismos se creen o escupen todo su rencor sobre la casta política que sigue haciendo méritos para servir de tontos útiles a toda esta estafa social en la que ha derivado la crisis del capitalismo de casino. Las conversaciones terminan encanallándose, las reuniones decayendo y los silencios imponiéndose. Todo se pudre.

Éramos tan felices, nos contaba Michi, el menor de los Panero, a cuenta de su infancia en la extraordinaria película de Jaime Chávarri, El desencanto. Es posible que mantener la leyenda, al estilo fordiano, sea más útil para sobrevivir, pero la mentira se hace más complicada de creer en este presente frío y acerado en el que vivimos. Veinte años después un Michi maduro, cercano ya a la muerte, se reía con cinismo de aquella afirmación en la continuación de la saga familiar que filmara Ricardo Franco.
 
Nosotros tampoco éramos tan felices. Pero nos esforzamos mucho en creerlo.