10 marzo 2013

La cara oculta de la formación continua

Nadie parece querer ver al elefante en el salón. Nadie parece estar dispuesto a ralentizar la marcha, a relajar el ritmo, a tomarse un respiro para estudiar, evaluar y advertir qué otras consecuencias (además de las positivas, que difunden hasta el hastío) conlleva aquello que se ha convertido en paradigma social. Nadie parece querer encontrar un solo defecto, un solo aspecto negativo, nadie parece querer debatir con seriedad los efectos indeseados e indeseables que conlleva la imposición de la formación continua, del aprendizaje para toda la vida en nuestras experiencias laborales. No se contextualiza, no se indaga, no se piensa a largo plazo, sólo se glosan sus beneficios y su necesidad inmediata, las ventajas que supone, la vitalidad que nos otorga, el ímpetu que nos da. Dicen, repiten, reiteran hasta el hartazgo que es lo que nos permitirá seguir en la brecha, no abandonarnos a rutinas y vivir constantemente en alerta, atentos a los cambios que se produzcan, a las oportunidades que la vida nos ofrezca, aprendiendo, formándonos, siempre, cada día, cada semana, cada mes, cada año, toda la vida, hasta morir, para estar continuamente en guardia, preparados, dispuestos a afrontar los problemas que surjan, a encarar las dificultades a las que nos enfrentemos con una maleta de conocimientos y competencias que poder usar o, al menos, que poder certificar y mostrar a aquellos que realmente tienen el dinero y el poder de darnos el "privilegio" de trabajar. Nadie quiere ser el primero en advertirnos de la imposibilidad de mantener este ritmo desquiciante, de la aceleración inhumana que nuestras sociedades modernas han adquirido, del fango al que nos arrastra este camino. Han conseguido transformar nuestra percepción de la realidad, convertir la hipótesis sin confirmar en ley ineludible, en dogma, han construido un nuevo lenguaje para poder conformar esa realidad según sus planteamientos y han terminado de dar  forma a esta especie de nueva religión gracias a la creación de una casta de nuevos sacerdotes, gurús tecnológicos y pedagogos de la última generación, encantados de su labor mesiánica, encantados de convertirse en los adalides del advenimiento de los nuevos tiempos laborales y de hacerse con el control emocional de las masas.

Durante décadas hubo una clara diferenciación entre el horario laboral y el horario propio, de ocio o familiar. Se luchó denodadamente para conseguir que ese horario laboral se redujera y se regulara, para permitir a los trabajadores escapar de los asfixiantes espacios laborales (donde el ser humano nunca puede expresarse en toda su dimensión) y poder disponer de tiempo para construirse un espacio propio, íntimo, familiar en el que descansar y poder sentirse pleno. La irrupción de la modernidad líquida y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación sólo han servido finalmente para que el espacio laboral termine colonizando de nuevo al espacio propio y todo el tiempo sea ya uno solo, el laboral, compuesto en primer lugar por el horario de trabajo en sí mismo, en segundo lugar por el tiempo dedicado a la obtención (certificada, claro) de esas competencias necesarias para no quedarse atrás, dedicado a una formación continua que termina siendo condena perpetua de la que no es posible escapar y, por último, por el tiempo dedicado a la construcción de un yo social que poner en el mercado, a la vista de todos, en las redes sociales de Internet, un tiempo dedicado a la exposición infructuosa de un yo artificial, mutilado y autocensurado, construido para el establecimiento de contactos con los que aumentar el capital social disponible, enfocado, por supuesto, a un mejor posicionamiento en el mercado laboral.

Lo que nadie parece querer tener en cuenta es el inevitable paso del tiempo en la vida individual de cada uno de los trabajadores. Las sociedades modernas se construyen sobre un presente continuo que no tolera el fluir del tiempo: el trabajador debe estar siempre dispuesto a hacer lo necesario para mantenerse “empleable” y ello pasa por utilizar su tiempo libre para seguir formándose eternamente, sin posibilidad real de disfrutar con un aprendizaje que siempre se realiza bajo una extraordinaria presión. No deja de ser una cruel ficción sustentada en unos trabajadores perfectamente prescindibles que se engañan pensando que son absolutamente imprescindibles y destruyen sus vidas durante un tiempo para servir al capital. La ficción se mantiene durante ese tiempo, un tiempo en el que se vive tan sólo para trabajar o para encontrar trabajo hasta que al final, sin posibilidad de evitarlo, se sucumbe a la única realidad que la vida se asegura de mostrarnos: el tiempo no se detiene, dejamos de ser jóvenes, estamos sometidos a un lento declinar físico que tiene consecuencias, llega la madurez, la inevitable pérdida del ímpetu para enfrentarse a un mundo hipercompetitivo, la asunción de responsabilidades familiares que lastran la proyección profesional, tenemos hijos, aparecen las enfermedades, llega la vejez y con ella, e incluso antes, la forzosa pérdida  de ciertas capacidades cognitivas… Esa es la realidad a la que las sociedades modernas han cerrado los ojos desde hace años debido a  la dictadura del capitalismo inmaterial. Vivimos en ese mundo que prefiguraba La fuga de Logan, un mundo donde se rinde culto a la juventud y, en este caso, ese culto se relaciona directamente con la adaptabilidad laboral de los jóvenes, que tanto conviene al sistema. Un mundo donde al viejo se lo aparta y se lo hace desaparecer, sin que nadie quiera investigar las razones profundas por las que eso sucede, sin que nadie se pregunte seriamente por qué dejaron de ser útiles, las causas últimas por las que no pudieron seguir el ritmo aunque lo intentaran desesperadamente, porque en muchas ocasiones ese reciclaje perpetuo que exige el mercado entronca directamente con la facilidad de la juventud para esclavizarse gustosamente por una oportunidad de futuro que termina destruyendo el presente de los mayores.

Debemos comenzar a preguntarnos a dónde nos lleva esta obsesión pretendidamente formativa y quién sale realmente beneficiado con ella. Hay que criticar el fanatismo con el que se defienden las ventajas de la formación continua y el aprendizaje para toda la vida por parte de tanto gurú de pacotilla que nunca saca un pie de la universidad o ha montado su chiringuito a costa de impartir cursos sin sustancia, construidos sobre el vacío, cursos donde el coaching, el branding y el networking se dan la mano con la impostura, la superficialidad y la estafa intelectual. Hemos dejado de lado el ritmo natural de la vida, sus ciclos y las posibilidades que cada uno de ellos nos permite, nos hemos puesto de speed hasta arriba y acelerado nuestras vidas hasta alcanzar una velocidad suicida imposible de mantener. Es absolutamente necesaria una reflexión social ajena a las necesidades de un mercado bulímico que devora trabajadores al mismo ritmo que los expulsa tras haberlos exprimido. Hay que establecer los límites de esa formación continua, cuándo y cómo debe realizarse, a quien beneficia la obsesión por los títulos y las competencias certificadas, así como la utilidad concreta de las mismas en el mercado laboral real. El estudio y la formación conllevan un enorme esfuerzo no sólo temporal sino también emocional y aunque el aprendizaje pueda resultar en algunos casos gratificante, la suma de este esfuerzo y del propiamente laboral, unidos a la presión asfixiante bajo la que se está realizando esta formación, tanto con la esperanza de encontrar un trabajo en un mercado laboral anoréxico como para no perder el empleo y poder así sobrevivir y no perder la posición social alcanzada, constituyen un escenario atroz que destruye vidas, anula voluntades y transforma a las personas en zombis cuyo único objetivo es la supervivencia. Por ello no les importa pagar una y otra vez el dinero que no tienen para hacer cursos, matricularse en  masters o asistir a conferencias. Más allá de una élite cultural y empresarial que cree haber encontrado la piedra filosofal en una formación continua cuya gestión detenta con mano de hierro, existe una enorme masa ciudadana desconcertada, desorientada, perpetuamente enganchada a una formación permanente que siempre parece que la forma para algo que ya se ha quedado inmediatamente anticuado o que hay inmediatamente que reciclar. Mediante más formación de pago, por supuesto. El problema no está en la necesidad de ese aprendizaje para toda la vida. La idea mantiene su enorme fuerza porque se asienta sobre una verdad incontestable: es saludable seguir aprendiendo más allá de los primeros años de vida para no estacarse y poder evolucionar. Pero como tantas veces sucede, una buena idea se termina prostituyendo cuando no se pone al servicio de las necesidades humanas sino al servicio del mercado, al servicio de la economía, al servicio, por tanto, del capitalismo disparatado en el que vivimos.

No podemos estar estudiando toda la vida con la soga al cuello, no podemos estar formándonos para siempre bajo presión, no podemos utilizar el escaso tiempo libre del que disponemos para seguir estudiando solo aquello que nos digan que resulta útil para posicionarnos en un mercado laboral que nunca parece tener espacio para todos. No podemos centrarnos tan solo en una formación obscenamente pragmática que nos impide tener tiempo para volver la cabeza a otras lecturas y a otros aprendizajes tal vez más cercanos a nuestras verdaderas necesidades. Que nos satisfagan y realmente nos hagan evolucionar. No solo como potenciales trabajadores sino como personas con inquietudes. Nos han estafado con el rollo de la formación continua y me temo que igual ya es tarde para escapar.

02 marzo 2013

Elogio de la coherencia

En unos pocos días he vuelto a leer o a escuchar varias veces una de esas frases que se repiten pomposamente en ciertas conversaciones, una de esas ideas con las que algunos pretenden finiquitar discusiones que los superan o epatar a sus contertulios aparentando profundidad: "la coherencia está sobrevalorada". Me gusta imaginarlos justo antes de emitir su sentencia, terminando de escuchar la crítica del adversario, la pregunta del entrevistador o la reflexión del amigo. Paladean la idea en su cerebro, se impacientan, creen haber encontrado la piedra filosofal que les exime de responsabilidad alguna en aquello de lo que se está tratando. Ellos poseen la luz que nos ha de guiar, una verdad que lo cambia todo, una certeza que todos debemos aceptar para crecer y madurar, para no quedarnos en estadios primarios de nuestra evolución social: "la coherencia está sobrevalorada". También me gusta imaginarlos justo después de lanzar al aire su reflexión, esperando tal vez un silencio sobrecogedor, quizás miradas de admiración ante su clarividencia, seguramente gestos afirmativos de los que no pueden más que aceptar la realidad invocada. Creo que la primera vez que escuché esa frase fue hace unos cinco años, en boca de un veterano profesor, progre por supuesto, tras una multitudinaria manifestación educativa en la que reivindicábamos la educación pública sin saber aún la deriva que el asunto iba a tomar en pocos años. El tipo en cuestión, con su cerveza en la mano derecha, más bien obeso, mirando fijamente al infinito, soltó la manida frasecita intentando hacer valer su edad, su experiencia, su mayor conocimiento de la vida para salir del callejón sin salida en el que sus argumentos previos, contradictorios, absolutamente cínicos, miserables, lo habían arrinconado: "la coherencia está sobrevalorada". Tras la boutade intentó aclarar su planteamiento, exponiendo sin darse cuenta la inconsistencia de la idea, la debilidad de sus convicciones. Planteaba que la clave era sostener unos ideales de justicia y de solidaridad social, incluso defenderlos públicamente si hiciera falta pero que ello no tenía por qué llevarnos a actuar en la vida real de manera coherente con ellos. Al fin y al cabo el ser humano es débil y no puede resistir a la tentación de ir contra de aquello que defiende intelectual y racionalmente cuando entra en juego su propio beneficio (aunque sea inmoral). "La coherencia está sobrevalorada". En el fondo la afirmación no es más que un síntoma del pensamiento débil que domina nuestro tiempo. No seamos coherentes, relativicemos la importancia de intentar actuar según lo que decimos pensar, dejemos de lado la ambición de que nuestros actos sean consecuentes con las ideas que decimos creer. Porque ahí está una de las claves: lo que decimos pensar, lo que decimos creer, que tal vez no sea ni de lejos lo que realmente pensamos o lo que realmente creemos pero son las ideas que conforman el discurso construido para vincularnos con nuestro entorno social.

Es necesario reivindicar la coherencia, defenderla y protegerla, sin caer en fundamentalismos, comprendiendo la dificultad que conlleva, pero teniendo claro que debe ser el eje rector de nuestras acciones, la meta a alcanzar aceptando la imposibilidad de hacerlo: la coherencia es la única manera en la que nos podemos reconocer a nosotros mismos, el mecanismo mediante el que construimos nuestra personalidad, el instrumento mediante el que podemos aspirar a que los demás nos reconozcan, nuestra forma de vivir en sociedad. Porque al final, más allá de veleidades posmodernas y constructos teóricos elusivos, no somos socialmente ni lo que pensamos ni lo que decimos pero sí terminamos siendo lo que hacemos. Y por eso, por lo que hacemos, por nuestras acciones, coherentes o no con lo que decimos pensar, se nos podrá valorar. Por nuestras acciones, por nuestra actividad social dentro de la comunidad,  que tendrá un significado, que tendrá un sentido o, por el contrario, será un ejemplo más de la maleabilidad humana para procurarse un beneficio propio a costa de las miserias de otros. Otro ejemplo más de como conseguir un provecho mientras se afirma exactamente lo contrario de lo que se hace.

01 marzo 2013

El instante final

Apoyó suavemente la cabeza sobre su pecho. Sintió inmediatamente el irregular latido de su corazón, mientras el pecho agitado protestaba rítmicamente por el nuevo impedimento que encontraba en su batalla perdida por seguir bombeando oxígeno desde aquellos viejos y asmáticos pulmones. Se mantuvo así unos segundos, disfrutando de la calma, de la pausa, de la tregua que se daba a sí misma en medio del sufrimiento final. Porque era el final, su final, el de ellos, el de su historia, el de una vida compartida. Sabía que ya no despertaría, no habría lugar para la despedida sentimental, esa que él siempre detestara en el cine que tanto amó. Simplemente la miró, dulcemente, como tantas veces, esbozó media sonrisa y cerró lentamente los ojos. Se apagó su mirada y, sorprendida, observó que sin ella ese rostro le parecía casi el de un desconocido. Las arrugas propias de la vejez surcaban la cara del que posara por primera vez, sonriente y enamorado, hace ya tantos años, ante su cámara. Recordó como el viento del mar agitaba entonces sin cesar su pelo negro, ese pelo del que apenas hoy quedaban rescoldos encanecidos sobre su cráneo. Los ojos, pensó, los ojos son los únicos que nos permanecen fieles mientras el tiempo nos devasta. La mirada, su fuego, el sarcasmo imperceptible, la furia desatada, el dolor incontrolable, el miedo. Lo único que terminamos reconociendo en las facciones del otro, en la facciones de uno mismo, a lo que nos agarramos cuando el espejo nos devuelve la imagen de un cuerpo decrépito que jamás asimilas que pueda ser el tuyo. La mirada. Separó lentamente la cabeza de su pecho mientras intentaba evitar contemplar su rostro. Para qué. Ya no era él, nada de él permanecía, solo su memoria, su historia, el pasado, el de los dos. Se arregló el pelo de manera mecánica y salió de la habitación, de la casa, cruzó el jardín, siguió caminando, dejó atrás el tiempo, atravesó el espacio y llegó finalmente a una pequeña playa de arena negra bajo los riscos. Era la última mujer viva, nadie quedaba ya, era leyenda, en eso se había convertido, en la leyenda que nadie reclamaría. Se encontró por fin frente al mar, un mar tenso, nervioso, agitado, como si tuviera vida, como si siempre hubiera podido sentir y solo ahora, en la intimidad, se permitiera expresarse, recordar viejas historias, construir nuevas ficciones. Frente a ese mar comprendió que todo había terminado. Nada quedaba por hacer, nada quedaba por salvar, nada por lo que luchar. La contienda había finalizado. Se sentó sobre la arena, sintió por última vez su suavidad, dejó arrastrar sus manos sobre ella sintiendo como se deslizaba entre sus dedos. Mientras lo hacía, al fondo, la gran ola comenzó a acercarse. No pudo evitar sonreír. Tal vez recordando alguna película. Tal vez recordándolo a él

24 febrero 2013

Cuando el destino nos alcance (3 de 3)


¿Y entonces? ¿Cuál es el camino? ¿Es posible una revolución? No lo sé, no lo creo, no existe ese Paul Atreides, ese líder de masas que venga a cambiar nuestro mundo, ni creo en la posibilidad de que la masa se convierta en la multitud inteligente que defendieron Negri y Hardt, pero cada día vivo con más rabia la estafa social en la que vivimos y cuyas consecuencias nos quieren hacer tragar, cada día me siento más incapaz de prever salidas justas y viables al drama social en el que andamos inmersos, cada día siento crecer el cinismo en mi interior, la desesperanza, el desencanto, también un cabreo infinito que me revuelve el estómago y me quema la garganta. Incapaz de desconectar pero hasta los cojones de no encontrar la manera de parar todo esto. Aquí de lo que se trata es de si cuando acabe todo esto (si conseguimos que acabe) tendremos un presente y un futuro común o será un sálvese quien pueda, egoísta, insolidario, consustancial al ciego neoliberalismo, totalitario y seductor, que nos ha arrastrado por el fango, que nos ha hundido, que nos ha llevado hasta esta situación. Si dejaremos de creer en la posibilidad de una solución común y colectiva y dedicaremos todos nuestros esfuerzos, como el burro tras la zanahoria, o como los esclavos encima de las bicicletas estáticas de Black Mirror, a correr y correr dentro de un despiadado sistema competitivo en el que la victoria para casi nadie es posible pero todos creen que igual ellos podrán alcanzarla. Si cada uno de nosotros viviremos aislados creyéndonos la ficción, pensando que el problema está en los otros, en su pereza o incapacidad, pero no en nosotros que somos competitivos, adaptables, trabajadores y dinámicos. Mientras todo marche sin problemas, claro, mientras te mantengas en la cima, mientras seas joven, mientras no te alcancen los imponderables que jamás creíste ni te planteaste que te podrían afectar: las enfermedades, los despidos, el propio paso del tiempo… Todo lo que finalmente hará que seas un desecho social, maquinaria prescindible, inútil para una sociedad hierática que no atenderá más que a tu cuenta de resultados inmediatos, una sociedad que científicamente justificará tu exclusión. En el fondo muchos de los que hoy se indignan, se manifiestan, cuestionan el sistema y afean la conducta a políticos y banqueros no dudarían un segundo en tomarse la pastilla azul de Morfeo para reintroducirse en Matrix, en la España de hace seis o siete años, en el Occidente de principios de siglo XXI, en el que marchaba de burbuja en burbuja hasta el estallido final. No darse cuenta de este hecho es no entender la sociedad en la que vivimos, no aceptar la odiosa realidad que nos rodea, dejar que el ruido social que nos envuelve nos engañe y nos lleve a pensar que por fin los ciudadanos han tomado conciencia de su poder y de su importancia. Desgraciadamente muchos de los que creen en la necesidad  de una salida desde la izquierda a la crisis social y económica que padecemos obvian que a una gran parte de la sociedad no le jode que nos estafen sino que ellos no puedan llevarse su parte (pequeña) del pastel, como antaño hicieron.

La solución realista, revolucionaria al tiempo que la única pragmática, increíble al tiempo que la única posible, complicada, casi imposible, pasa por hacerse con el poder las instituciones, por cambiar el sistema desde dentro, sin destruirlo, aceptando las miserias y bondades del capitalismo pero controlando sus excesos por el bien de la mayoría, limitando la libertad individual del ciudadano medio mientras se permite el enriquecimiento inmoral de unos pocos privilegiados. Es lo que hay. Asumamos el relativismo moral posmoderno. No es viable soñar con alcanzar hoy ningún objetivo totalitario. Hay que domar al capitalismo, embridarlo, pero parece imposible destruirlo, incluso nadie parece creer que hacerlo sea finalmente positivo. La clave está en aceptar la tesis del decrecimiento, entendiendo esto como dejar de pretender un crecimiento económico exponencial y suicida, que amenaza no sólo a la sostenibilidad del planeta sino a la propia existencia del ser humano, y buscar el desarrollo de un capitalismo más pausado, regulado, intervenido y dirigido con el que no se amenace continuamente al trabajador y en el que el ciudadano acepte la imposibilidad de alcanzar cotas de lujo innecesario en su vidas. Hemos de asumir que la solución también pasa por disfrutar de la vida de manera diferente, alejándonos del ideal consumista capitalista que ha colonizado nuestros subconscientes y nos lleva a un consumismo irracional en cuanto disponemos de una hora de libertad laboral o unos días de vacaciones. Y recordar que no puede ser lo normal, lo lógico, lo aceptable en una sociedad desarrollada, alquilar la mayor parte de tu vida al mercado laboral para ganar un dinero que apenas sirve para sobrevivir. O cambiamos los ideales vitales y las expectativas de vida o seguiremos estando completa y absolutamente jodidos. Para que todos podamos alcanzar un nivel aceptable de bienestar, para dar cabida a toda la población activa en los mercados laborales, para dejar de trabajar y vivir con miedo permanente y sin posibilidad de negociación con las empresas, todo pasa por entender que debemos trabajar menos horas, cobrar sueldos más bajos y encontrar incentivos diferentes al consumismo para nuestro mayor tiempo de ocio. Por supuesto, para nuestra protección, por el bien de la equidad y la justicia social, el Estado debe proveer y gestionar directamente, sin intermediarios y de manera responsable la educación y la sanidad, además de controlar sin pudor los mercados inmobiliario y energético para moderar su coste y asegurarse de que toda la población pueda disponer siempre de una vivienda digna donde refugiarse, más allá de los vaivenes que la vida siempre depara.

No existen soluciones mágicas, no vamos a participar de una catarsis social por más que muchos la deseemos, hace años que sabemos que no vamos a cambiar el mundo pero sí estamos frente a un cruce de caminos que nos obliga a elegir una dirección u otra para tratar de salir como sea de este cenagal. Y dependiendo de lo que elijamos, dependiendo de la fuerza que tengamos para impedir que sean los otros, los de siempre los que decidan por nosotros en su propio beneficio, dependiendo de nuestra capacidad de organización para defender nuestros espacios sociales y nuestros derechos tendremos un tipo de sociedad u otro, construiremos un futuro u otro y viviremos más o menos libremente o como esclavos del capital.

23 febrero 2013

Lo que la crisis se llevó (2 de 3)


Pero la virulencia de nuestra crisis, el desfalco al que estamos siendo sometidos los españoles, la revelación de que nunca vivimos realmente en democracia y que nuestro régimen era tan autoritario y tan ajeno a los designios del pueblo como siempre fue en sus diversas mutaciones históricas, no debe hacernos perder la perspectiva global, los efectos colaterales (positivos) no buscados pero evidentes que este sistema ha producido en su loca carrera hacia el máximo beneficio, inmoral e inmediato. Las deslocalizaciones industriales (que no sólo afectan a Europa sino también a EEUU, que ve como cada día la que fuera su gloriosa industria nacional se desmantela, se trocea y se desplaza a los países asiáticos, sin sindicatos y casi sin impuestos) y los flujos de capital sin control han permitido que algunos de esos países manufactureros y agrícolas que parecían condenados a ser eternamente “países en vías de desarrollo” (aquello que estudiábamos de pequeños, como si fuera un mantra) sueñen por fin con la posibilidad real de convertirse en países desarrollados y con la llegada un futuro con más derechos sociales para sus ciudadanos. En lo últimos veinte o treinta años en imposible negar que millones de ciudadanos de parte del llamado tercer mundo (China, Brasil o India) han visto como iban mejorando sus condiciones de vida debido a la implantación de las industrias occidentales en sus países, con unas condiciones de trabajo que rozan la esclavitud según los estándares occidentales pero que han proporcionado al mismo tiempo unas mínimas estructuras de derechos y servicios sociales que esos países nunca habían tenido. Por supuesto que es necesaria y justa la crítica a unas deslocalizaciones que suponen un ominoso desempleo en un Occidente que involuciona y cuyos trabajadores son chantajeados cada día a costa del trabajo semiesclavo de Oriente. Pero es cínico criticar esto sin valorar también la otra cara de la moneda: durante muchos años, mientras los occidentales (y sobre todo los europeos) fuimos construyendo nuestros castillo de seguridad a través de los estados de bienestar no sólo no nos preocupamos mucho en cómo ayudar y fomentar que otros países alcanzaran nuestros logros sociales sino que lo impedimos través de todo tipo de trabas comerciales, aduaneras o leyes proteccionistas. Eso sí que fue competencia desleal. Creímos que era posible vivir en utopías socialistas de bienestar, en islas de derechos sociales dentro un mundo desolado y empobrecido, creímos poder dedicarnos al consumo irresponsable a costa de seguir explotando y abandonando a su suerte a la mayor parte de la población  mundial. No nos preocupamos cuando para nuestro inicial beneficio nuestras empresas nacionales se fueron convirtiendo en internacionales, luego en transnacionales y finalmente en omnímodas. Y dejamos de lado que se estaba construyendo un capitalismo salvaje y expoliador como sistema socioeconómico rector que ya no tenía que justificarse ni competir con un comunismo cuyos muros se derrumbaron en el Berlín de 1989.  Lo máximo que hicimos fue envolvernos en la despreciable bandera de un oenegeísmo infame con el que creímos eximirnos de la responsabilidad individual que el sistema de manera colectiva nos obligaba racionalmente a atribuirnos. Es irónico: no hay solución más capitalista que esta pretendida salvación individual de nuestras conciencias. De esta manera, los 80 y los 90 fueron las décadas de la explosión de la explotación de las “buenas conciencias occidentales”, a través de una proliferación casi viral de las ONG´s de desarrollo que llegaban al tercer mundo para introducir efectos paliativos y asegurar, tal vez sin pretenderlo, la imposibilidad real de desarrollo de los países (a los que acudían como moscas y como tal marchaban según la volátil opinión pública de los países ricos) al sustituir pobremente, sin un plan concebido, el necesario papel del Estado en la gestión de los servicios mínimos de sus ciudadanos. Mandábamos las sobras de nuestras comidas, mientras llenábamos nuestros platos gracias a lo que les robábamos. Y con ello acallábamos nuestras conciencias. Como en el Plácido de Berlanga

22 febrero 2013

Los miserables (1 de 3)

De esta crisis no vamos a salir nunca. O al menos, no vamos a salir jamás de vuelta al mundo de fantasía dentro del cual vivíamos cuando nos alcanzó. Hace ya un tiempo que parece que la sociedad española padece una peligrosa especie de amnesia autoinducida, ha olvidado el origen, el porqué, el principio de todo, lo que nos llevó a la ciénaga putrefacta en la que nos revolcamos cada día, lo que nos condujo al insondable abismo en el que miles de españoles pierden sus trabajos mientras todos perdemos la posibilidad de un futuro digno y de un presente en el que no vivamos de rodillas, temerosos, siempre con miedo y perdiendo lentamente la poca dignidad que aún intentamos mostrar. La crisis del capitalismo especulativo, la crisis del sistema ludópata, asesino e irracional que se hizo con el control de los Estados a través de sus instituciones más relevantes y, poco a poco, fue apropiándose de todos los recursos públicos para privatizarlos, exprimirlos, extraer brutales réditos instantáneos en beneficio de unos pocos mientras hipotecaba el futuro de todos mediante una cínica globalización de capitales que fluyeron sin control, fue ocultada durante años de manera interesada por los grandes poderes financieros pero también eludida, de manera estúpida, por una ciudadanía ciega, que no quería que nadie la despertase de su sueño, inmersa en una utopía consumista basada en el crédito, que le permitía disponer de un dinero que no tenía para vivir unas vidas cuyo ritmo de consumo no podía mantener. Lo escribo y me aburro a mí mismo. Estas ideas ya han fosilizado dentro de mí. Me parecen tan evidentes que me sorprende el éxito de aquellos que quieren enmascarar la realidad del origen del problema en la incapacidad o la corrupción de nuestros políticos, o trasladar toda la responsabilidad a la ciudadanía. Es la economía, estúpidos, es el sistema el que ha quebrado y jamás se podrá recuperar. El sistema es el problema y el foco de infección. Fin de la ficción en la que vivió Occidente. Despertemos del sueño y reflexionemos cómo acabó convirtiéndose en pesadilla. Nuestros políticos son tan mediocres hoy como lo fueron siempre y lo único que ha cambiado es que por fin una gran mayoría ciudadana no puede seguir ya autoengañándose más y ha adquirido conciencia plena sobre ese problema. Pero no son los culpables de este fracaso social. En absoluto. Ni de lejos. Son exactamente como deben ser, ejercen la política exactamente como deben hacerlo tal y como están construidas hoy las democracias occidentales, asumen su compromiso y ofrecen su lealtad al poder real, que no reside en el pueblo sino en el capital, y aceptan sin rubor su rol subsidiario. Algunos, de paso, se enriquecen ilícitamente o solucionan su futuro laboral. Son miserables tal vez, pero no los responsables. Son tan sólo los tontos útiles, los colaboradores necesarios, pero su mediocridad intelectual y su falta de carisma, arrojo, valentía y capacidad no sólo los invalida para sacarnos del agujero y para liderar la regeneración por sí solos, sino que también los invalida para asumir la responsabilidad de ser los causantes principales por su mala gestión de una crisis tan brutal como la que soporta Occidente. Una crisis que se va a llevar por delante los estados de bienestar europeos tal y como los conocemos, que aún no ha acabado y en la que los supuestos vencedores, los que se atreven a dar lecciones (como Alemania ahora, como hace no tanto hacíamos nosotros mismos) finalmente también se verán afectados por el tsunami y, directa o indirectamente, sus ciudadanos también verán recortados su derechos sociales, aumentadas sus jornadas laborales, disminuidos sus salarios y precarizados sus empleos. La hoja de ruta está clara. Y no hay forma de volver atrás. Al menos es imposible hacerlo por el camino por el que hemos llegado hasta aquí

09 febrero 2013

Regresiones

Te vas haciendo mayor. Tan idiota como real advertirlo. Lo notas en los detalles, en los pequeños detalles. A veces lo sientes cuando hablas con los que siempre te proporcionaron conversaciones viscerales, repletas de emociones pero hoy sólo les ofreces diálogos sin tensión, sin riesgo, medidos. O cuando abandonas una discusión y te refugias en un silencio que puede ser interpretado como comprensivo, cuando sólo es producto de un aburrimiento infinito que se alimenta de un desprecio soterrado Y asumes que el problema no está en ellos, o al menos no está sólo en ellos, sino que es dentro de ti donde tienes que mirar, analizar. Tal vez la respuesta esté en los años acumulados, en las pasiones agotadas, en las batallas perdidas. No quieres molestar, crees que ya no te merece la pena, que has encontrado el equilibrio justo, justo cuando más desequilibrado te encuentras, ese equilibrio maduro que se aleja de la arrogancia adultescente, tan explosiva como dañina, sólo para terminar ahogado en una especie de mar muerto adulto, en el que todo lo respetas y valoras, lo comprendes, todo vale, sobre la base de la necesidad de mantener unas saludables relaciones sociales que, en el fondo, tal vez te la sude conservar. Pero algo no funciona del todo, sientes como por dentro la ira se acumula, las tonterías te inflaman, quieres volver a ser quien eres, ése con el que te sientes a gusto, te miras y te mides, valoras, sientes cercana la explosión, sin saber con quién será ni por qué, esa explosión que te devuelva a la realidad, que te devuelva a la incomprensión general, a tu cueva.

Cada vez más harto de las medias tintas, de engañosas empatías, de silencios que parecen cómplices. Cada vez con más ganas de volver a tocar los cojones. Como siempre. Como debe ser.

25 enero 2013

Gotas de cine (2): Blade Runner

Por fin lo acepta, entiende que su tiempo se ha agotado, comprende que es el fin, tal vez vislumbra que en su búsqueda desesperada de tiempo, de más tiempo para vivir, para sentir, encontró la humanidad por la que desesperaba. Porque ya es humano, se reconoce como tal, ya no tiene que seguir interpretando las emociones que le arrebataron, no tiene que rebuscar entre sus recuerdos implantados alguno que dote de sentido a su existencia. Ya no. Enfrente tiene a su implacable enemigo, el que ha ido matando sin compasión, sin dudas, de manera profesional, a cada uno de sus compañeros. También a su amada Pris, cuyo maquillaje se entremezcla con su sangre artificial sobre su rostro. El policía, el blade runner sin sentimientos, está acabado, se encuentra roto, derrotado, intimidado, lo mira con terror, sin comprender aún por qué acaba de salvarlo de caer al abismo. O sí. Se acurruca junto a la pared, sólo puede haber un motivo, esa muerte tan simple, tan fácil, era insuficiente para compensar el daño inflingido, sólo le cabe esperar la muerte, sí, pero de otro tipo, más dolorosa, con mayor sufrimiento, acorde con el que él ha provocado. El gigante rubio, el replicante invencible, con el torso desnudo y el clavo lacerando su mano para impedir que deje de sentir los últimos instantes de su vida, se acerca lentamente a él. Roy clava sus ojos sobre Deckard. Deckard le devuelve la mirada mientras Roy se sienta frente a él. La lluvia inmisericorde elimina los últimos vestigios de la existencia de Pris. El rostro de Roy queda limpio de muerte. Ahora tan sólo desborda vida. Comienza a hablar, despacio, casi masticando las palabras, se dirige a Deckard pero en el fondo entendemos que nos habla a nosotros, a cada uno de nosotros, en privado, de manera íntima, nos habla ya desde la certeza de ser humano, desde la lucidez final, y nos habla a los que vivimos con miedo, siempre con miedo, a los que vivimos como esclavos, como él vivió. Las bellas gotas musicales compuestas por un inspirado Vangelis se funden con las de la lluvia sobre la cara del replicante, construyendo el contexto mágico de una secuencia que nos perturbará el alma para siempre. Las palabras que brotan de los labios de Roy martillearán nuestras cabezas durante años, quedarán retenidas en la memoria, formarán parte de nuestro equipaje sentimental, más allá del tiempo, más allá de la vida, más allá de Orión… 

Yo he visto cosas que vosotros no creeríais…
atacar naves en llamas más allá de Orión.
He visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser.
Todos esos momentos se perderán…
en el tiempo… como lágrimas en la lluvia…
Es hora de morir.

20 enero 2013

El naufragio moral de un país

Las sangrantes noticias de corrupción política aparecen ya sin interrupción, se superponen unas sobre otras, cada día, y al siguiente, engendrando un enorme manto de mierda que envuelve y ahoga con su hedor a una ciudadanía agotada, asfixiada y encanallada, a ratos desanimada y a ratos enferma de rabia. Al final, como tantos auguraban, España comienza a resquebrajarse, pero no como advertían los rancios nacionalistas españoles, ni como anhelaban los necios nacionalistas periféricos, sino por la manifiesta ruptura del contrato democrático entre los ciudadanos y sus representantes políticos, sin el cual sólo nos queda navegar por las aguas oscuras del totalitarismo, la indiferencia anómica o el activismo más estéril. Los políticos, los tontos útiles del chiringuito capitalista, mediocres intelectuales pero con una personalidad artera que les permite aprovecharse del sistema poniéndose de perfil, llevan años enriqueciéndose a costa de los supuestos servicios que nos ofrecen, llevan años haciéndose fuertes dentro de sus partidos por su facilidad para conchabar con un sector privado bulímico y envilecido, ansioso por hacerse con enormes tajadas de dinero público y por controlar gran parte de ese apetitoso sector público que fue desmembrándose lentamente hasta dejarnos a los ciudadanos mucho más pobres, a los grandes poderes financieros mucho más ricos (y aún más poderosos) y a infinidad de miserables políticos sin necesidad de volver a trabajar en su puta vida.

Los grandes casos de corrupción, los que afectan a los grandes nombres de la política, a los grandes partidos, siempre encuentran su reflejo invertido, deformado, con menores cuantías pero no menor delito, en la podredumbre de los cargos intermedios, en la deshonestidad de los designados a dedo que de su plaza hacen su cortijo al amparo de los favores hechos y debidos. Así, los tejemanejes de los Pujol en Cataluña y el famoso 3% de comisión con el que Maragall acusó de financiarse ilegalmente a CIU, encuentran su inaudito reverso, su reflejo deformado dentro de su propia estructura de mafia grotesca en ese tipo, Millet, que creyó que el Palau era de su propiedad y con fondos públicos llegó incluso a sufragar los gastos de la boda de su hija al tiempo que, para no levantar sospechas, le cobraba a su consuegro 40000 euros para "compartir" esos gastos fantasmas. Los actuales escándalos dentro del PP debidos al descubrimiento de los 22 millones de euros suizos del extesorero del partido, Bárcenas, a los sobres de dinero negro que cobraron todo tipo de cargos y al ático marbellí del exterminador de los servicios públicos madrileños, Ignacio González, no son más que el reflejo aumentado de esa trama de la Gürtel madrileña con ramificaciones valencianas, esa trama cutre de amiguitos para siempre y mafiosos de pacotilla en la que se nos quiso hacer creer que la cosa no iba más allá de unos cuantos trajes regalados; o nos retrotrae a ese joven Zaplana, grabado por la policía en las investigaciones del caso Naseiro, afirmando aquello de “yo estoy en política para forrarme”. Sin consecuencias. Nunca pasa nada. Todo termina despareciendo de la agenda de los medios y las leyes (hechas por políticos corporativistas) nunca les afectan. Sólo queda el hedor. También los del PSOE tienen mierda que esconder, tanta que hace años que resulta imposible acercarse a ellos sin asfixiarse por su pestilencia. El famoso caso Filesa, mediante el que se descubrió la trama de financiación ilegal del PSOE, encontró años después su reflejo invertido en ese escándalo, tan despreciable como zafio, de los ERE en Andalucía, con ese chófer y su jefazo sociata encocándose y yéndose de putas con dinero público. Cuánta caspa. Cuánto hijo de puta. Así se escapa, se pierde, se diluye el dinero de nuestros impuestos a través de los mugrientos desagües de la Administración. Y la pérdida no es sólo económica, lo es también moral, porque a nadie le extraña, todos llevamos años asumiéndolo con normalidad, dando por sentado que así funciona el sistema, que ninguna empresa conseguirá contratos con la Administración sin untar a políticos y a partidos, que es aceptable y natural que políticos de alto nivel como Bono o de los niveles más bajos como el alcalde semianalfabeto de tu pueblo aumenten su patrimonio descaradamente mientras ejercen la política. Estamos inmersos en una enorme crisis de valores, una crisis moral que se entrelaza con la económica, que nos deja aislados, solos, sin principios éticos a los que agarrarnos y defender junto a otros, a la espera de una verdadera y catártica explosión social que nos permita al menos posicionarnos en alguna trinchera, reconocernos en los demás, dejar de sentirnos indefensos ante el sistema.

Los políticos ocupan ahora el centro de nuestros odios, tienen cara, son reconocibles, sus actos miserables y groseros los delatan. Roban nuestro dinero y nos recortan derechos sociales. Los despedazamos, los arrastramos por el lodo, los ponemos a parir en cada reunión de amigos pero, ¿de dónde salen los políticos que nos gobiernan? ¿Surgen por generación espontánea? ¿No tenemos ninguna responsabilidad? Aunque no queremos reconocer la verdad, aunque no parece el mejor momento para advertir sobre ello, es fundamental aceptar que los políticos son los hijos de nuestra sociedad, son el espejo donde vemos reflejada la indecencia de un sistema social y económico donde prima el beneficio inmediato e individual sobre los logros colectivos, y donde no se premian las acciones moralmente correctas sino que siempre parece vencer el deshonesto, el tramposo, el que no cumple las reglas. El que además se ríe de los que sí lo hacen.

Los ciudadanos no sólo cometen continuamente todos tipo de fraudes al Estado, sino que se alardea o se habla de ellos sin recato alguno, sin la más mínima sensación de culpa. Sólo hay que mirar alrededor y escuchar con atención. En el plazo de muy pocos meses he asistido o me han contado historias que ilustran a la perfección la podredumbre moral de una sociedad intrínsecamente corrupta, como los políticos que la gobiernan: un camarero de una taberna se pone a hablar con mi acompañante de manera informal. En un minuto escucho cómo cobra íntegramente todo su sueldo en negro mientras se saca un sobresueldo traficando con tabaco y marihuana (¿cobrará además alguna ayuda del Estado?); un guía de de un monumento ofrece a un amigo la posibilidad de pagar con IVA o sin IVA los 170 euros por un par de horas de trabajo; la posibilidad de venta de un terreno pone encima de la mesa familiar, sin pudor alguno, el cobro de parte del dinero en negro para evadir a Hacienda; se realizan obras de mejora de una vivienda en la que se gastan miles de euros, pero se contrata a un grupo de trabajadores a los que se les paga en negro, sin factura, por lo que esos trabajadores trabajan sin cotizar y además podrán disponer de ayudas estatales por estar oficialmente parados; se contrata a una persona para cuidar a un anciano que ya no puede valerse por sí mismo. El trabajador pide que no le den de alta para poder seguir cobrando la ayuda del Estado. No hay problema alguno, a nadie le parece mal… Historias como éstas las conocemos todos, se cuentan, se saben, a veces incluso se admiran y se jalean al tiempo que se mira con cierto desprecio al que se niega a emularlas y las critica con firmeza. En muchas ocasiones se les trata como tontos, como idotas defensores de una pureza excesiva.

¿Simpatía por los políticos? Ninguna tengo. Sus actos, su corrupción, su incapacidad y su forma de doblar la rodilla, humillándose antes los poderes financieros me provocan el mismo asco que a todos. Pero me chirría comprobar cómo una vez más los medios de comunicación de masas consiguen que el foco de atención ciudadana se centre en la corrupción política sin ayudar a construir una reflexión colectiva sobre por qué puede suceder esta corrupción, una corrupción que es intrínseca al sistema. Los políticos son una herramienta esencial de ese sistema (esencial su existencia, prescindibles las personas particulares que en cada momento la ejercen) construido por un capitalismo depredador que hace décadas que dejó de pensar que el Estado era un problema sino que, por el contrario, era fundamental hacerse con sus servicios para defender sus negocios, para hacerse con el dinero cautivo de los impuestos y para servir de colchón en los inevitables derrumbamientos cíclicos a los que la espiral inflacionista y enloquecida de la búsqueda de beneficios (cada vez mayores y con el menor coste posible) pudiera conducir. Lo que está podrido es el sistema democrático tal y como lo conocemos. Los políticos no son los que toman la decisión individual de corromperse, la situación es mucho más grave, es idiota pensar que son decisiones propias, una elección personal, la cuestión central es que no se puede ejercer la política dentro de este sistema sin aceptar el precio de la corrupción. Sólo hay una alternativa: irse, dejar la política. Pero eso no soluciona nada porque se necesitan políticos y otro vendrá a sustituir al que marchó Si se quedan dentro ya saben a lo que atenerse, sobre todo si terminan gobernando. Es el sistema económico el que todo lo envilece e impide cualquier intento de regeneración desde el interior de la política. El que lo intenta es eliminado. No tendrá ningún futuro. No tenemos ninguna posibilidad de cambiar nada desde dentro.

Hace falta, por tanto, reformar nuestra sociedad desde los cimientos y eso pasa por abandonar cierto relativismo dañino y defender la necesidad de regirnos por unos principios morales convenidos, por conformar una nueva ética social. Y aunque eso implica por supuesto reeducarnos, entender la importancia de los beneficios que obtenemos a través de los estados de bienestar y asumir la obligación de preservarlos, también es necesario dotarnos de leyes coercitivas para defendernos de aquellos que nos roban, atacan y destruyen lo público, de los que defraudan a Hacienda (a todos los niveles), sin amnistías, sin atajos, sin prescripciones, con penas especialmente duras para aquellos políticos que utilizan su posición para enriquecerse o prevaricar. Es la sociedad civil la que tiene que reaccionar, la que tiene que dar el golpe de timón

Esa moral y esa ética de la que hablo nada tienen que ver con lo religioso. Nada más lejos de mi planteamiento volver a las viejas, hipócritas, nocivas y malsanas normas basadas en los dogmas religiosos, construidas desde el pensamiento irracional. Al final todo es más simple. Es necesario recuperar la certeza de que es mejor hacer las cosas bien que hacerlas mal y comprender que lo que se enseña a los hijos cuando son pequeños tiene que tener su reflejo en la sociedad a través de una vida adulta comprometida y honesta.

12 enero 2013

Un año de libros (2012)

Estos son los libros nuevos (sin contar relecturas) que leí este año, un año complicado en el que fue difícil concentrarse en objetivos meramente intelectuales:
  • Reflexiones sobre la posmodernidadFredric Jameson entrevistado por David Sánchez Usanos. La ventaja de la entrevista como género literario es la fácil asimilación que la conversación permite de ciertos conceptos complejos. La desventaja, claro, es la superficialidad con la que se retratan demasiados asuntos que se dejan tan sólo esbozados, sin coger cuerpo, sin terminar de cuajar. Con un prólogo de Sánchez Usanos de gran valor divulgativo para entender por dónde respiran las teorías sobre el posmodernismo (y sobre la necesidad de la filosofía de abandonar  bibliotecas y reflexionar sobre el mundo en el que se desarrolla) estamos ante un librito al que se le saca mucho jugo y abre muchas puertas para conocer el pensamiento de Jameson.
  • Te puede pasar a ti: la sanidad pública beneficia a todos - Albert Jovell. Pequeño ensayo en el que el autor habla, desde su conocimiento y experiencia en el campo de la gestión médica, de la necesidad y la justicia que supone una sanidad pública que, además, sirve para vertebrar nuestra sociedad. Apela al contrato social como fundamento ético de este sanidad, un contrato cimentado en la teoría de la justicia de Rawls. Destaca el riesgo que supone que las clases adineradas abandonen el barco de la sanidad pública y que ésta termine siendo una especie de beneficencia para los más pobres. Esto es algo que, según él, conllevaría el peligroso efecto secundario de paralizar la investigación médica en nuestro país ya que, sin fondos públicos, quedaría a merced del beneficio inmediato, centrada en las enfermedades más comunes y de las que mayor rendimiento económico se pudiera extraer.
  • Viajar perdiendo el sur: crítica del turismo de masas en la globalización - Rodrigo Fernández Miranda. Ensayo que analiza en profundidad las raíces, los mecanismos y las consecuencias del turismo de masas en la globalización. Profuso y contundente en cuanto a las cifras y los reales beneficiarios de dicho turismo, hubiera sido de agradecer una mayor argumentación sobre las raíces psicológicas de la sociedad de consumo que posibilitan su explosión, su necesidad y su rol como constructor de experiencias, algo que tan sólo es mencionado sin demasiada profundidad. Aún así es un libro de enorme utilidad para desmontar falacias economicistas y atacar mitos pijoprogres sobre cierto turismo introspectivo, especializado e individualizado al que el autor considera (salvo excepciones) un modelo de viaje perfectamente asimilado dentro de la estructura comercial creada por los grandes poderes económicos que controlan el turismo internacional.
  • Cleptopía - Matt Taibbi. Ensayo visceral, sin por ello dejar de estar documentado, de un periodista norteamericano que destapa sin ambages (como ya escribí) el funcionamiento del modelo capitalista real (no el utópico), su dependencia política, las burbujas que genera y las consecuencias que provoca, al tiempo que se describe el desolador panorama de una opinión pública idiotizada que se complace en revolcarse en el fango de su miseria intelectual, culpabilizando de manera simplista e infantiloide (por los motivos equivocados, previamente manipulados) a los responsables políticos de la trinchera contraria. Excelente y muy recomendable, tal vez lo mejor en ensayo que leí este año.
  • Jinetes en el cielo - Eduardo Torres Dulce. Pasear de nuevo por los paisajes físicos y emocionales de Monument Valley de la mano de uno de los grandes aficionados al western en general y a John Ford en particular de este país es una auténtica delicia. Lectura pausada, reparadora, cercana y familiar para homenajear la trilogía de la caballería de uno de los mejores directores de la historia del cine. Para aficionados sin complejos.
  • La sociedad desescolarizada - Ivan Illich. Escrito a principios de los años setenta del siglo pasado estamos ante un clásico de la literatura antipedagógica sobre educación desde posiciones anarquistas. Sus ideas sobre la necesidad de desescolarización (no sólo de la escuela sino dentro de todos los campos sociales, incluido el de la medicina institucionalizada) y la de aprender en entornos abiertos, sin acreditaciones, sólo desde el interés, la reciprocidad y la necesidad de compartir, resultan visionarias vistas desde la perspectiva actual debido a las posibilidades que la red ofrece para estos desarrollos cooperativos. Su crítica totalitaria puede hacer que el lector sólo se quede con un planteamiento radical que casi puede considerarse conservador (por su utopismo antidesarrollista) pero sus propuestas pragmáticas están en vigor más que nunca y se puede seguir la pista de su influencia en muchas de las pedagogías más vanguardistas. Lo cuál no deja de ser paradójico. 
  • Conflicto y reforma en la educación (1986-2012) - José Ramón Rodríguez Prada. Ensayo educativo de enorme utilidad para aquellos que quieran comprender algunas de las causas del continuo malestar docente y de las convulsiones que asolan a la educación española desde la llegada de la democracia a nuestro país. Gran parte del mismo es un relato de las causas y las consecuencias de las protestas estudiantiles y del profesorado que tuvieron lugar en los años 80 y que tanta huella dejaron en el inconsciente colectivo de los docentes. Asimismo, critica sin matices la respuesta política a esas revueltas que significó la LOGSE, analizando su fracaso sin paliativos. Interesante.
  • Esto tiene arreglo - Alberto Garzón. Didáctico y ameno ensayo con el que Garzón se estrena en solitario en la ardua y necesaria tarea de explicar con sencillez y de manera clara algunas de las realidades económicas que sostienen el chiringuito financiero español e internacional. No descubre nada nuevo y las soluciones que aporta son más bien vagas e imprecisas (por la dificultad de su desarrollo en el contexto económico internacional en el que nos movemos). Pero uno se congratula por la aparición de este joven y preparado político que, desde las filas de IU, infunde cierto ánimo y confianza en que la política se regenere y se ponga por fin al servicio del ciudadano.
  • El incal - Jodorowski y Moebius. Novela gráfica de culto a la que me acerqué con las mejores expectativas. Tras un arranque espectacular y con los dibujos de un Moebius inspirado y volcado en la historia, el cómic deriva hacia un galimatías esotérico, campos astrales, autoconocimiento y demás chorradas tan propias del pensamiento mágico (tan propias de Jodorowski, por otro lado) convirtiéndose en un plato de lo más indigesto que me costó horrores terminar. Un coñazo infinito.
  • Fotografía sin verdad, el poder de la mentira - Diego Caballo y Daniel Caballo. Un atractivo e interesante ensayo que se adentra de la mano de dos experimentados periodistas (padre e hijo) en el poder la imagen para construir verdades y manipular opiniones. De manera aguda y con múltiples ejemplos visuales extraídos de la prensa diaria (aunque sin una gran reflexión teórica que hubiera sin duda enriquecido el texto), van desgranando las diferentes maneras con las que se miente a través de la imagen, separando los casos más sangrantes de aquellos que pueden al menos tener una explicación. Un feliz hallazgo casual en una cafetería-librería que pone de manifiesto como a veces los mejores ensayos de divulgación política o social quedan ocultos por una distribución limitada y residual.
  • Europa al borde del abismo - Economistas aterrados. Este grupo de economistas de corte izquierdista continúa con su impagable misión didáctica encaminada a desvelar las debilidades y contradicciones en las que está envuelta la Europa más débil de los últimos treinta años. Exponen con datos el contubernio construido por la casta política y los grandes poderes financieros para defender a los grandes bancos y los grandes capitales de los efectos de la crisis a través de todas las herramientas represivas con las que cuentan los Estados y cómo se ha conseguido descargar sus responsabilidades en unos ciudadanos indefensos. Sus análisis son rigurosos, sin ceder a la tentación de la descalificación o la crítica abusiva y abren una puerta a los lectores para conocer los entresijos de la política económica europea, ésa que nos está llevando al borde de abismo social. Una lectura necesaria y aterradora.
  • La educación en peligro - Inger Enkvist. El último ensayo publicado en España por esta prestigiosa especialista sueca en educación no hace más que poner de manifiesto lo complicado que resulta encontrar soluciones mágicas a los problemas educativos y la imposibilidad real de evaluar objetivamente los diferentes modelos educativos existentes sin que todo quede contaminado por la ideología y las ideas previas que cada uno tiene sobre el papel de la educación reglada en la sociedad, así como los objetivos que debe intentar alcanzar. La crítica a las pedagogías modernas centradas en el niño están argumentadas poderosamente así como la necesidad de recuperar equilibrios perdidos frente a un excesivo protagonismo del niño en la toma de decisiones y de asunción de responsabilidades respecto a su aprendizaje. Las soluciones que aporta, por el contrario, son vulgares, manidas fórmulas pretendidamente objetivas habituales desde posturas conservadoras, centradas fundamentalmente en un mayor número de evaluaciones, un refuerzo de la autoridad del profesor y la posibilidad de itinerarios diferentes para los alumnos desde edades tempranas (la autora no parece darse cuenta de la contradicción que supone negar que los niños puedan tener capacidad, por su corta edad, para ser los protagonistas absolutos de su aprendizaje pero sí la tengan para decidir “libremente” a los 12 años por un itinerario educativo u otro). Todo estas soluciones las firmaria con gusto nuestro ministro Wert. El análisis del problema, apoyándose en multitud de autores que reivindican la necesidad de volver a priorizar los contenidos frente a las destrezas apoyadas en el vacío, es excelente pero las soluciones planteadas son pobres, escasas y manidas.
  • Acceso no autorizado - Belén Gopegui. La novela se me caía tristemente de las manos a medida que avanzaba en su lectura. Aún siendo un apasionado de la literatura de Gopegui, la verdad es que sus dos últimas novelas han sido un chasco y ésta, en particular, no encontré por donde cogerla. La dificultad que, en general, suele tener Gopegui para construir personajes y diálogos, no es compensada en esta ocasión con su agudo, reflexivo y lúcido análisis de la sociedad contemporánea en general y del ser humano en particular. Una pena.
  • Godard - Colin McCabe. El personaje de Godard es demasiado complejo y su obra demasiado vasta como para que un ensayo típico sobre su cine y su vida pueda hacer justicia a la importancia y a las claves de su obra. A pesar de ello este libro sirve como acercamiento teórico inicial para el que haya visto un número importante de películas del director francés y resulta útil para hacerse una primera idea de la heterogeneidad de su filmografía. Recomendable.
  • Fabulosas narraciones por historias - Antonio Orejudo. Espectacular, hilarante, sorprendente, desmitificadora y compleja novela que se introduce en la residencia de estudiantes más famosa de nuestra historia para contarnos las andanzas de tres jóvenes por el Madrid de los años 20 del siglo pasado. Indispensable, una de las mejores novelas españolas que he leído en años.
  • El sociólogo y el historiador - Pierre Bourdieu entrevistado por Roger Chartier. Un Bourdieu en plena forma, es entrevistado en la radio por el historiador Chartier a finales de los años 80. Este libro recoge su diálogo y revela la fortaleza intelectual de Bourdieu, que se atreve a criticar con acierto la comodidad de las atalayas desde las que trabajan otras ramas del conocimiento como la historia, la ciencia y la filosofía, al tiempo que defiende con fiereza el papel relevante de la sociología a la hora de comprender la sociedad en la que vivimos. Instructiva lectura.
  • Sobre la televisión - Pierre Bourdieu. Ensayo de referencia donde el autor explora el medio televisivo, sus características, sus esclavitudes, sus limitaciones y su poder de influencia. Niega el análisis primario de que la manipulación dependa de la propiedad de los medios, reniega también de la teoría de la conspiración respecto a la manipulación que efectivamente provoca el medio e introduce nuevos, provocadores y apasionantes elementos de análisis centrados en la autocensura, en la necesidad de epatar para mantener las audiencias, en una competencia que provoca uniformidad y en una capacidad de manipulación que transforma a la realidad, que termina adaptándose a las necesidades del medio para trascender. Revelador.
  • Odio a los indiferentes - Antonio Gramsci. Una recopilación de artículos e intervenciones del filósofo italiano entre las que destaca sobremanera su alegato contra los indiferentes (que da nombre al libro). Siguiendo la senda que abriera Éttiene de la Boéite con su “Discurso de la servidumbre voluntaria” un joven Gramsci arremete en apenas tres páginas contra los indiferentes, contra aquellos que no toman partido y todo lo critican a posteriori, mientras sufren entre quejas sin jamás hacer nada por ayudar a cambiar aquello que les produce su sufrimiento. Espléndido.
  • Ventajas de viajar en tren - Antonio Orejudo. Convertido en fan inmediato de Orejudo desde la anterior lectura comentada (Fabulosas narraciones por historias) me arrojé ansioso sobre otra de sus novelas. No pude dejar de sentir cierta decepción. Se trata de una novela corta (demasiado corta) con situaciones y personajes por momentos descacharrantes junto a otros momentos en los que se muestran en exceso las costuras de la historia y la falta de una estructura sólida. Y, además, de pronto se acaba. Me quedé con ganas de más…
  • Un momento de descanso - Antonio Orejudo… De manera que me agencié otra novela de Orejudo. En este caso se centra en el ambiente universitario y editorial y dispara contra todo lo que se mueve. Desenmascara con humor (a veces surrealista) esas actitudes y endogamias patrias  instaladas a fuego en ese mundo académico e intelectual en el que las puñaladas vuelan entre sonrisas y copas de presentación. Divertida y con algunos personajes estupendos (esa editora de novela posmoderna no tiene precio) es una novela muy recomendable.
  • La buena letra - Rafael Chirbes. Novela corta en la que un Chirbes introspectivo le da su voz a una anciana que narra a sus indolentes hijos (de la democracia) las miserias y penurias que ella y su familia tuvieron que pasar a lo largo de la historia negra de la España de la guerra y la posguerra. Pobreza, dolor, traiciones y miedo salpicados por breves instantes de alegría que rápidamente eran de nuevo eclipsados por una dura realidad que sólo los que la vivieron pueden realmente comprender. Excelente.
  • El posmodernismo revisado - Fredric Jameson. Casi treinta años después de la obra sobre el posmodernismo que lo pusiera en la palestra, Jameson reflexiona sobre el desgaste de la etiqueta posmoderna, las acusaciones sobre su frivolidad y su carácter de artefacto meramente decorativo, defendiendo que su definición sobre la posmodernidad abarca mucho más que una lógica de producción cultural, sino que define a un modo del capitalismo, el capitalismo tardío, de rabiosa actualidad. La lectura de la transcripción de la conferencia que el filósofo diera en Madrid en 2010 es sugestiva, abre puertas, provoca diálogo interior, pone en conflicto estructuras mentales preestablecidas. Defiende la prevalencia de lo espacial sobre lo temporal (el tiempo, según él, es un presente continuo), el consumismo como elemento distintivo de las sociedades modernas, el fin de las utopías, cierto desvalimiento posmoderno que nos hace más vulnerables, la despersonalización del arte, la volatilización de la obra artística que es sustituida por la idea, con más importancia que su propia fisicidad. Inteligente, radical y subversivo. Un Jameson en plena forma que no ofrece soluciones sino que abre nuevos interrogantes.
  • El despertar de la historia - Alain Badiou. Breve ensayo que indaga en el significado real de las revoluciones sociales (especialmente las árabes) que han tenido lugar en los últimos tiempos. Repasa teóricamente las características de las posibles revueltas (latente, nihilista…) para concluir defendiendo la provocadora tesis de que las revueltas en el mundo árabe no estaban en absoluto sustentadas por las ansias de la ciudadanía de una democracia a lo occidental, sino que se trataron de revueltas populares con las que el pueblo trató de instituirse como sujeto político superando modelos democráticos extranjeros, incluso negándose a ellos. Badiou considera a las democracias occidentales como el sustrato necesario del capitalismo voraz actual, que para él no es ninguna evolución (niega ese nuevo capitalismo inmaterial que defiende Toni Negri, entre otros) sino que estamos ante la encarnación perfecta de los principios del capitalismo clásico contra el que escribiera Marx. Curioso, provocador y sorprendente.
  • David Lynch - Michael Chion. Ensayo de gran profundidad sobre el cine de Lynch, muy al estilo francés. Centrado fundamentalmente en los inicios y la primera etapa de la filmografía del director no sólo contiene valiosos estudios sobre cada una de sus películas, algo que enriquece su visionado y su recuerdo, sino que se atreve con una especie de diccionario lynchiano (Lynch-kit) donde a través de objetos, acciones y situaciones que se repiten con variantes en el universo creativo de uno de los mejores directores de cine de los últimos treinta años, indaga en sus obsesiones creativas.
  • Qué hacemos con  la educación - Agustín Moreno (coord.), Enrique J. Díez, José Luis Pazos, Miguel Recio. La crisis está haciendo que una parte de la ciudadanía despierte y empiece a usar sus habilidades y conocimientos para enseñar y mostrar a sus conciudadanos que hay otras formas posibles de organizar la vida social y económica del país. En este caso, aunque de manera bienintencionada, este breve ensayo ofrece de una visión más bien trivial y continuista de la educación desde posiciones progresistas. Acierta en su ataque a la privatización de la educación y fracasa a la hora de plantear alternativas novedosas, pragmáticas y realistas al problema educativo. La izquierda necesita quitarse ropajes que aunque intentan seguir pasando por modernos comienzan a estar trasnochados y reenfocar su proyecto a través de una perspectiva liberadora de la educación, sin caer en el buenismo y en la defensa idiota de una educación sin contenidos, que en la teoría reniega de la necesidad del esfuerzo y se solaza estúpidamente con destrezas hueras, una pedagogía construida artificiosamente por teóricos sin práctica que no tienen en cuenta el contexto social en el que se desarrollan los procesos de aprendizaje y cuyas propuestas llevan fracasando desde hace años. Este fracaso, para el que siempre encuentran una justificación externa, constituye un refuerzo de los discursos conservadores que ven la educación como un espacio de formación para el trabajo, de instrucción y de preparación para la competitividad laboral. Defender una formación seria de los jóvenes, centrada en contenidos y experiencias que se entrelazan y cobran sentido con el paso de los cursos es la única defensa de la sociedad frente al poder.