11 noviembre 2017

Uno de tantos: crónica de un fracaso educativo

Ya empiezo a olvidar su cara. ¿No les pasa eso a todos los profesores? A medida que pasa el tiempo muchas caras se olvidan, los nombres se entremezclan y solo permanecen las experiencias, las situaciones, las historias compartidas con ellos. Otro alumno más entre las decenas de ellos a los que damos clases cada año, entre los cientos de los últimos años. Un repetidor, otro más, extrañamente callado, extremadamente educado. Ese curso yo era tutor de su grupo de 2º de ESO. Solo 23 alumnos. Igual alguno de los tontos habituales considera que con ese número de alumnos el éxito académico debiera estar asegurado. Es lo que tiene el exasperante cuñadismo que provoca la educación: muchos pretenden opinar de lo que apenas son capaces de intuir a través de las limitadas experiencias de sus hijos. Allí, en ese aula, cada día, dando clases, los querría ver a ellos. Lo cierto es que grupos de alumnos como el que comento, de gestión emocional y académica tan complicada, ponen también a prueba esa discreta mediocridad del profesorado de la que he hablado en otras ocasiones, llevan al límite nuestras capacidades y nuestras contradicciones. Grupos de alumnos que se construyen de una manera equivocada en centros que se convierten en guettos sociales debido a la segregación lacerante que la educación reglada sufre en Madrid, con centros educativos de primera, segunda, tercera y cuarta categoría. Un sistema educativo diseñado, no lo olvidemos, en nombre de la libertad de elección de unos padres finalmente cómplices de una desesperante situación que cada año va a peor. "Si necesitas profesores de ciencia ficción, superhéroes de cómic para dar clases es que el sistema ya ha fracasado". Parafraseo a un muy buen amigo mío. No puede tener más razón. Eran 23 alumnos, sí. Pero solo recordar el panorama sociológico y económico en el que se desarrollaban sus vidas estremece. Y a pesar de que algunos, con su esfuerzo y con su inteligencia, parezcan ser capaces de sobreponerse a esas circunstancias personales al final, casi siempre, esas circunstancias condicionarán sus estudios. Como ya condicionan sus expectativas vitales y su comportamiento diario en el aula.

Se sentó desde el primer día allí, al fondo del aula, escupiéndome desde su disposición espacial su desconfianza, su desdén hacia el sistema, su falta de interés, el asco que la cárcel educativa le provocaba. ¿Por qué iba a pensar algo diferente?  El profesor avezado detecta a este tipo de alumnos desde las primeras clases, capta su insumisión inicial a las normas, al sistema, al poder omnímodo de una escuela que no es capaz de explicarse, que a veces ni siquiera lo intenta. Con el paso de los días y de las clases observé que a pesar de lo que pudiera parecer, a pesar de la imagen pública que en cada momento ese chaval quería proyectar, algo chirriaba, algo distorsionaba el relato habitual: su cuaderno era impecable, su forma de expresarse superior a la media, su interés por las ciencias, anómalo. Pronto, desafortunadamente, otras circunstancias también se pusieron de manifiesto: sus amistades eran las peores posibles, desdeñaba sin sentido a varios profesores, faltaba a clase sin justificación y cuando venía sus ojos enrojecidos a primera hora irradiaban un inequívoco fulgor a porros desde esa última fila que él creía su refugio. Tenía 15 años, camino de los 16. Dos cursos por detrás de los de su generación. Dos años mayor que la gran mayoría de sus compañeros.

La labor de tutor es una de esas funciones profesionales del docente que va mucho más allá de aquello para lo que se le contrató. Presupone unas capacidades emocionales y sociales que distan mucho de lo que la mayoría de nosotros tenemos. Durante ese curso (y no lo recuerdo como especialmente anómalo) tuve que lidiar como tutor, en relación a ese grupo, con el robo de un móvil dentro del aula durante las primeras semanas del curso, con una profesora incapaz de asumir que sus clases debían ser para todos, con un embarazo no deseado de una alumna que terminó en aborto, con una alumna que vivía en una casa de acogida porque sus padres habían perdido la custodia, con un alumno cuyo padre acosaba a su madre e intentaba utilizarme para conocer datos de su paradero actual, con una profesora que juzgaba a las alumnas según la cantidad de tela que recubriera su cuerpo, con una alumna gitana a punto de cumplir los 16 años incapaz de decidir sobre su futuro inmediato debido a las presiones familiares, con alumnos disruptivos selectivos (según el profesor que les diera clases), con relaciones de grupo tóxicas... Y junto a todo ello, como una piedra en el zapato, como un orzuelo en el ojo, ahí estaba este alumno: uno más, uno de tantos, extrañamente callado, extremadamente educado, el protagonista de este post. Alguien que jamás quiso ningún protagonismo. Que nunca exigió nada. Que aceptaba con docilidad su condición de fracasado educativo. Una condición que realmente no le había otorgado tanto una Escuela que seguía poniendo todos los medios de los que disponía para ayudarlo como una sociedad que prefería ignorar su existencia o culpar al sisteme educativo, para así esconder bajo la alfombra sus pulsiones clasistas (los unos) o su sentimiento de culpa (los otros). Tan solo estaba allí, en clase. Y despistado, me escuchaba.

Lentamente, a lo largo de semanas, a través de pequeños acercamientos, comentarios sueltos y conversaciones fragmentadas fui ganándome su confianza. Hice lo único que siempre creí justo: la misma exigencia académica para todos los alumnos entrelazada con un trato diferenciado en lo personal para cada uno de ellos (según las necesidades de cada cual). Así entiendo la enseñanza. Y de la misma forma, de alguna manera, enfoco mi trabajo como tutor. Hay que mojarse, hay que arriesgar, hay que intentarlo. Siempre. ¿Qué me encontré? Dolor, un dolor agudo, una sensación continua de malestar vital combatida a duras penas con un prematuro consumo de drogas que permitía enmascarar el fracaso personal que suponía el fracaso académico, cuando era  precisamente el éxito académico lo que hubiera permitido justificar (equivocadamente) el sacrificio de una madre que había decidido "esclavizarse" laboralmente para que su hijo tuviese una oportunidad de futuro. El padre no existía (casualidad, ¿no?). Con el tsunami de la crisis habían perdido su casa, ahora vivían los dos, madre e hijo, en una misma habitación realquilada. Pero ella, la madre, nunca estaba presente, por fin había vuelto a conseguir un trabajo, de interna, cuidando a un anciano. No dormía en casa seis de cada siete noches a la semana. Cobraba una miseria. Capitalismo, lo llaman.

Si esto fuera el argumento de una película ahora tocaría que contara cómo, a pesar de todos lo obstáculos, este chico sensible, avispado, más inteligente que la media consiguió finalmente superar su tristeza y su frustación, dominar sus emociones negativas y terminó centrándose en los estudios para así encontrar un futuro mejor. Desafortunadamente, una vez más, la realidad no se dejó construir con fotogramas. Sus estudios, lamentablemente, se enmarcaban en un contexto del que fue incapaz de evadirse. Ya he sido testigo de muchos casos como el suyo. Suspendió casi todas las asignaturas en la primera evaluación. Recuerdo con una mezcla de tristeza y melancolía las horas de conversación con él, en recreos, en séptimas horas, entre clase y clase. Siempre una mirada, un gesto de ánimo o de admonición por los pasillos. Es brutal el gasto energético que para un tutor supone guiar a este tipo de alumnos, intentar explorar todas las vías posibles que le permitan volver a estudiar, idear posibles itinerarios o soluciones junto a él y sus familias. Recuerdo con nitidez su mirada, franca, con aquellos ojos azules demasiadas veces enrojecidos por los porros. Y la lucidez que mostraba cuando analizaba su situación: era plenamente consciente del dolor que causaba a su madre y ello le causaba a él aún más dolor. Aunque a un adulto le pueda parecer absurdo él, aunque no estudiara, sufría con las malas notas, sufría cuando dejaba los exámenes en blanco, sufría cada minuto de su fracaso escolar, seguía intentando participar en clase cuando pensaba que podía conseguir que no quedara en evidencia su falta de trabajo diario. Pero era un chaval sin la fuerza de voluntad necesaria (la que pocos de nosotros tendríamos, por otro lado) para superar su situación. Lo asumía delante de mí para justificarse, para excusarse. Al llegar por la tarde a casa, ante la alternativa de quedarse solo en una habitación con dos camas dentro de una casa que no era la suya optaba por huir, por refugiarse en la calle con sus amigos, a los que consideraba su verdadera familia, tan perdidos como él. Jugar al fútbol era su obsesión pero la infancia ya quedaba atrás y me confesó con naturalidad cómo sus amigos (él no, aseguraba) ya realizaban sus primeras incursiones en la delincuencia callejera de baja intensidad. Todo en su vida era un gigantesco error. Él era consciente de ello. Sonreía. Parecía agradarle que me preocupara por él. Utilizaba mi entusiasmo para engañarse, le servía para alimentar sus fantasías de cambio. Nunca lo consiguió.

Finalmente desapareció. Había ya cumplido los 16 años. El curso avanzaba. Empezó a faltar a las clases con asiduidad hasta que finalmente la madre, por teléfono, me confirmó que el chico dejaba de estudiar y que juntos iban a abandonar Madrid para irse a otra ciudad (ya no recuerdo cuál) donde su otra hija vivía y su marido le iba a dar trabajo en un taller de coches. Y así, de repente, sin más, aquella historia llegó a su fin. De la noche a la mañana. El profesor continúa con su día a día, con el resto de sus alumnos, inmerso en el vértigo de un curso siempre acelerado que apenas deja espacio a la reflexión sobre el panorama sociológico y político de aquello que presencia y vive cada año. No fue un caso aislado. Ese  mismo curso otras dos alumnas del mismo grupo, con circunstancias personales completamente diferentes, terminaron tomando el mismo camino que él. Tras horas de trabajo y de conversaciones con alumnos y familiares, apoyado (afortunadamente) como tutor durante todo el curso por el trabajo incansable de las profesoras del Departamento de Orientación, al final esos tres alumnos dejaron de formarse, abandonaron los estudios, salieron del sistema educativo sin que nada de su presente indicara que su vida fuese a ser mejor debido a ello y sin que el propio sistema pudiese hacer nada para remediarlo.

Algunos alumnos te marcan. Muchas veces de manera positiva, cuando ves que agradecen tu trabajo con sonrisas o palabras de cariño y reconocimiento. Otros, como este chaval, te marcan de otra forma. Te hacen poner los pies en el suelo, te ayudan a reconocer tus límites, a entender hasta dónde puedes llegar, y cómo el fracaso profesional es algo con el que el docente debe convivir. Ya no es solo aceptar con naturalidad que tus clases y tu forma de concebirlas no van a servirles a todos los alumnos de la misma forma, sino que has de asumir que tampoco podrás apenas ayudar en lo personal a las decenas de adolescentes que deambulan alrededor de nosotros cada año, demandando una guía, un apoyo, un asidero al que agarrarse para no hundirse del todo.

Cuando pienso en él me doy cuenta de que también, a su manera, es otro de esos chicos a los que dirigí mi carta abierta a un alumno al borde del abismo. Conozco el sistema educativo como profesor desde hace más de una década y en ese tiempo no he dejado de leer sobre educación y políticas educativas. Por eso considero que más allá de ideologías, de utopías pedagógicas de salón, pedagogías escapistas o tradicionalismos acomodados, al final estos alumnos nacidos en familias rotas o fracasadas, en una sociedad empobrecida económica y culturalmente como la española, solo terminan teniendo una oportunidad real, una ventana pequeña de acceso a un escenario laboral aterrador al que otros, al menos, llegan sin mucho sacrificio, por un camino de rosas. Y a esa ventana solo pueden acceder mediante el esfuerzo, la constancia y el estudio diario. Este chaval no lo consiguió. Mi respeto absoluto hacia él. Ninguna crítica. Solo este lamento, tan solo mi rabia. Porque a todos los que juzgan negativamente su fracaso habría que recordarles cuántos de nosotros, en esas circunstancias, fracasaríamos igual que él. Él desperdició aquella oportunidad viciada que le dimos. Ojalá haya aprovechado otras.

23 septiembre 2017

Carta abierta a un alumno al borde del abismo

Ya terminó tu verano. Tu eterno verano. Otro más. Te quedan ya pocos como este de largos. De hecho, el verano será en poco tiempo para ti tan solo una estación del año y no sinónimo de descanso alguno. Ya lo intuyes porque no eres un niño. Estás en 2º ESO, o en 3º ESO. Pocas veces llegas a 4º ESO. Has repetido ya una o dos veces en la ESO, la Primaria no te fue bien, tienes varias materias pendientes de cursos pasados y durante unos años creíste haber encontrado el ecosistema perfecto para una vida ideal: decenas de chicos y chicas de tu edad a los que poder domeñar con tu volcánica personalidad, obligados a permanecer en tu entorno, esclavos de tus emociones primarias, de tus frustraciones y de tus ocurrencias  No, no eres un abusador. Aunque demasiadas veces ejerzas de manera miserable de ello para mantener tu estúpido estatus. Eres un lidercillo, poco más, tienes carisma e ingenio. Nada especialmente relevante. Pero ya te vas dando cuenta de que algo falla. Hasta tú, que siempre intentas reírte de los otros, de los que estudian, despreciarlos, minusvalorarlos, empiezas a percibir que algo chirría en el relato de tu vida. Que ellos son cada día más fuertes, sus ilusiones más poderosas y cada curso que empieza sientes como tu capacidad de influencia decrece. Hoy voy a ser yo quien te diga lo que pienso sobre ti, sin acritud, con tristeza.

Nos llevamos bien tú y yo. Desde que empecé a dar clases siempre tuve esa capacidad. Me respetas. Consigo que me respetes. Te escucho, te entiendo y, sobre todo, soy consciente del determinismo socioeconómico y familiar que te ha llevado a ser quien eres. Tus argumentos suenan muchas veces razonables, tus exigencias de respeto hacia un sistema que te trata como una mierda son lacerantes pero he de decirte, por fin, claramente, que no comparto ni una sola de las soluciones que crees tener para tus problemas. Que la lucidez con la que ejerces en ocasiones la crítica se transforma en mediocridad y estupidez cuando tratas de buscar excusas a tu indolencia diaria.

Siempre me dices lo mismo: "profe, tú eres diferente, tú nos escuchas, impones respeto, te lo ganas". No diré que en algún momento no me halagaron tus palabras. Parece que sé cómo estar ahí para alumnos como tú. No te fallo, "como tantos hicieron", dices, lastimero. No quieres reconocerlo, vas de pasota, pero en cuanto se te deja espacio solo sabes quejarte de todo y de todos. Todo está en tu contra, todos a tu alrededor lo hacen mal, todos terminan yendo contra ti. Al único que comprendes, justificas y siempre terminas disculpando es a ti mismo. ¿No te parece errada esa complacencia contigo mismo?

Sé cómo hablarte, conmigo te abres, me permites conocerte, intuir tu dolor, tus miedos y frustraciones. Por eso, porque te conozco, porque te aprecio, hoy me toca reflexionar contigo sobre la utilidad de nuestra relación en el ámbito académico, sobre las horas que hablamos para intentar cambiar las cosas. ¿Para qué sirvió? ¿Te fue útil? ¿Qué cambió? Tras tantos cursos oyéndote decir lo mismo, las mismas palabras que surgen de diferentes labios y que retumban en mis oídos una y otra vez, me toca a mí preguntarte a ti, que tienes tantas caras, tantos nombres diferentes, en tantos institutos distintos: ¿cuándo vas a aceptar que tus quejas solo te sirven al final como excusa para enmascarar tu pereza, tu incapacidad para el compromiso y el esfuerzo? Durante unos años creí que podría ayudar a salvarte. La ecuación parecía de fácil resolución: si conmigo eras capaz de aprender y estudiar eso te haría darte cuenta de tus capacidades, darías un giro a tu vida y terminarías mostrando al resto de profesores que no eras menos que los demás. Ya no me engaño. Da igual que apruebes conmigo una evaluación si al mismo tiempo suspendes todas las demás materias. O al revés. Poco importa que, a pesar del mutuo respeto, seas incapaz de asumir que conmigo, sin estudiar, sin trabajo diario, jamás aprobarás. Y no te engañes, no me engañas con tu sonrisa pretendidamente suficiente, sé cómo te jode suspender. Porque te importa, te afecta y te mina. Pero te has instalado en la desidia y la debilidad. Te has convertido en un auténtico experto a la hora de eludir diariamente la realidad.

Te he visto llorar. Tantas veces. De rabia y de impotencia. También he visto cómo te comportabas como un gilipollas, como un imbécil. Con tus compañeros y con tus profesores. Te dejaron crecer sin control alguno de tus emociones primarias. Nunca nadie te puso límites reales ni te guio con paciencia. A veces recibiste tan solo hostias por parte de tus padres. En otras ocasiones tú eres el tirano y ya empiezas a plantearte si las hostias las puedes empezar a dar tú, para amedrentar en casa. Los dos sabemos que esto supera a la escuela, que tu fracaso escolar es consecuencia de la derrota diaria de la lucha de clases, que no es casual que siempre pertenezcas a familias de clases populares, a familias desestructuradas, que tu entorno social determina tu presente y envilece tu futuro. Tu rabia, en ocasiones, tiene clara justificación sociopolítica. Pero de eso tampoco te vas a enterar nunca. Tendrías que estudiar, leer, conocer la historia o al menos mirar alrededor con ojos curiosos y reivindicativos, no con eso ojos consumistas, alienados y hedonistas de los que alardeas. Sería toda una experiencia visualizar a los hijos de esa multitud, tan conservadora como progre, que estructura a la clase media de este país, y que suele mirarte con desprecio, sometidos a las vicisitudes de tu vida. Pero eso ni tú ni yo lo vamos a ver. Entérate de una puta vez. Sí, tú lo tienes mucho más difícil. Ellos lo tienen mucho más fácil. Tú solo tenías una oportunidad. La que estás desperdiciando.

Es una realidad incontestable: todo parece estar en tu contra. Puedes seguir pasando de todo, seguir quejándote del mundo o creer que da igual lo que hagas. Pero no por eso dejarás de ser menos tonto por no aprovechar este tiempo y estudiar. Es más, eres el tonto perfecto, un tonto enciclopédico, el contraejemplo ideal que permite seguir configurando una sociedad competitiva y caníbal. Porque a pesar de sus fallas, el sistema sí te dio una oportunidad. Viciada, adulterada tal vez, pero al fin y al cabo tenías esa oportunidad: escolarización obligatoria hasta los 16 años. Una oportunidad de madurar, de entender cómo funciona el mundo en el que te ha tocado vivir, de escapar de la burbuja familiar, de estudiar para conseguir un futuro diferente a tu gris presente. Y aunque siempre te escondas en que ya no puedes, que ya es imposible, que siempre has sido así y no puedes cambiar ahora, lo cierto es que cada año, cada curso, cada nuevo septiembre se abre un nuevo horizonte, una posibilidad de revertirlo todo: nuevos profesores, un nuevo tutor, nuevos compañeros. Vuelve a depender de ti aprovechar la ocasión. ¿La volverás a dejar pasar?

Lo sé, lo sé. Hace ya un tiempo que me vienes con el rollo de la motivación. Que necesitas que te motiven. Los otros. Nosotros, tus profesores. Cuánto daño ha hecho esa basura de pensamiento positivo egotista que se ha instalado en la sociedad actual. Se ha terminado filtrando entre las capas más pobres de la sociedad para desactivar la única competencia que te permitiría salir del hoyo: el esfuerzo. La capacidad de superar los obstáculos, con los dientes apretados por la rabia, siendo consciente de la injusticia social que supone la cínica diferencia entre las cartas que te han tocado para jugar en comparación con las de los demás. Sí, soy consciente de que cada día en la televisión o en internet escuchas o lees que hay otras escuelas posibles, otras pedagogías, que los que te damos clases somos unos carcas, o unos inútiles. Que hay por ahí profesores que siempre sonríen, con alumnos que siempre disfrutan, en escuelas que parecen sacadas de Disney Channel. Y puede que nosotros no seamos muy buenos, tal vez, pero cuando tengas un rato investiga sobre esos tipos que pretenden solucionar todos los problemas educativos sin hacer una sola crítica a la realidad socioeconómica que contextualiza a la escuela. Yo, a cambio, te contaré un secreto: ninguno de ellos va venir a nunca a tu instituto a darte clases. Fíjate en esos videos, en esas aulas, en los uniformes de los chavales de esas escuelas. Fíjate en los nombres de esas personas que dicen preocuparse tanto por ti y por tu felicidad, que hablan de una escuela sin contenidos, sin sustancia, en la que la clave es tu desarrollo emocional. Descubre a los vendehúmos que solo revolotean sobre la educación para parasitarla. Porque no solo no te quieren dar clases. Es que tampoco se atreverían a hacerlo.

El dato es demoledor, igual has leído sobre ello de pasada en algún sitio: el 35% de los jóvenes entre 25 y 34 años españoles solo tiene el título de la ESO. Tú, seguramente, ni eso alcanzarás. En la época de la burbuja chicos como tú se consolaban con lo que ganaban trabajando en el ladrillo. Buenos sueldos que conseguían con contratos abusivos y trabajando como esclavos. Ahora ya ni esa oportunidad tienes. Serás carne picada destinada al precariado: misma esclavitud laboral pero con sueldo basura. El profesor idealista que llevo dentro te hablaría de la importancia del estudio como fuente de conocimiento, como la única manera de construirte como ciudadano crítico en una sociedad que cada día sabe menos mientras más datos absurdos están disponibles en su cerebro global. Pero hoy no te escribe ese profesor idealista, te escribo yo, el otro, el profesor pragmático, el profesor desesperado, el que te ha visto cada año hundirte un poco más, el que sabe que estás a un paso de desaparecer por las cloacas del sistema educativo sin que nadie te vaya a recordar ni a echarte de menos. El que sabes que te aprecia y se preocupa por ti. Y te lo digo con los dientes apretados, encabronado, harto de que nadie te lo cuente porque no es políticamente correcto hablarte con la claridad que te mereces: estás haciendo el imbécil. Todo tu mundo está sustentado sobre unos pilares infantiloides que están a punto de evaporase. Deja ya de moverte a impulsos emocionales, razona un poco, reflexiona. Estás ya a un paso de tener que manejarte en un mundo adulto para el que no estás preparado y en el que tu absurda y estéril bravuconería no te va a servir para nada.

Estás a tiempo. Siempre hay otra oportunidad mientras estés escolarizado. Estudia, sácate el título de la ESO, y el de Bachillerato. Ve a la Universidad. O estudia FP. Fórmate porque serán los títulos (sí, los títulos académicos de esa educación reglada que muchos desprecian porque con seguridad sus hijos accederán a ellos sin problemas) los que permitirán que tus aptitudes te abran puertas diferentes. Con ellos igual tienes una posibilidad de elegir tu futuro. Y que no sean otros los que lo elijan por ti.

Casi no te queda tiempo. Inténtalo. Empieza otro curso. No tienes nada que perder. Nadie te va a salvar. Todo depende de ti. Yo estaré aquí, si quieres, para ayudarte.

Suerte.

09 septiembre 2017

5 años, un recuerdo y un beso

Era 9 de agosto.

Dani nos adelantó en la A49. Solo vería a Mari dos veces más. Allí iba, en el asiento trasero del coche, apoyada en la ventanilla, tan débil. Estoy seguro que la vi. O tan solo es otra más de esas certezas con las que la memoria se empeña en reconstruir el pasado a su antojo. Habíamos estado en Caño Guerrero, Huelva, desde el 1 de agosto. El día anterior Carol y yo habíamos llegado a Sevilla para hacer noche y después marchar todos juntos (mi madre, Carol, Mari y Ale, su hijo de seis años) al día siguiente hacia la playa. Llevábamos ya varios años juntándonos hermanos, cuñados y sobrinos en una casa alquilada por mi madre en la playa para huir del calor sevillano. Días de playa. Días familiares. Días complicados, siempre. Y felices. Fueron felices. Pero solo nos damos cuenta de eso más tarde. Mari ya no estaba bien, su cuerpo mandaba desde hacía  un tiempo señales que nadie comprendía. Ella se lo tomaba a broma, se reía, le restaba trascendencia. Para mí, hoy, era evidente su nerviosismo, su intranquilidad: nadie que ha superado un puto cáncer vuelve a desdeñar pequeños síntomas de enfermedad sin causa justificada que no terminan de desaparecer. Sí, intuí su nerviosismo, pero le seguí la corriente. Ella quería llegar a la playa, desconectar, descansar, reír, tomarse muchas cervezas. Pues eso tocaba intentar. Los días se sucedieron (casi) como siempre: risas, cervezas, tensiones, más risas. Y los niños, mis  sobrinos, los hijos de Espe y de Mari, tan pequeños por entonces, tan estupendos, cuya existencia tanto ayudó a volver a encontrarme con ellas. Pero no, algo disonaba. Mari se sentía cada vez peor, lo intentaba pero no podía seguirnos el ritmo. Tenía extraños moratones en el cuerpo y unas décimas de fiebre que nunca desaparecían. Finalmente, a pesar de todo, intentó meterse en el mar. Las vacaciones no terminan de serlo si no cumples ciertos rituales. Debió salir del agua lívida, tiritando. Así la vi yo al menos, un rato después, en el salón de aquella puta casa, envuelta en una toalla, temblorosa, atendida por mi hermana Espe que intentaba restarle dramatismo a la situación. Pero la situación no mejoró. Mari, a partir de se día, se quedaba por la mañanas en la habitación de arriba, sola. Decía preferirlo así. Nosotros, de vacaciones, en la playa, volviendo a casa para comer y preguntando por ella: todo igual. Como buena Almeida ella sabía imponer sus decisiones. También las absurdas Y se negaba a que la llevásemos al médico. La situación se hacía insostenible. Recuerdo como si fuera ayer caminar aquella tarde del 8 de agosto con mi madre por el paseo marítimo. Y decirle, medio en broma medio en serio, que disfrutara de las vistas, de la playa, del mar, que me parecía a mí que ya no iba a ver todo eso más ese verano. Así fue. De hecho no lo volvió a ver hasta dos años después.

Al día siguiente era cuando yo volvía a Madrid. La noche anterior se decidió por fin trasladar a Mari a Sevilla para ir al hospital y que la examinasen en profundidad. Dani, mi cuñado, conducía ese coche que nos adelantó. Mi madre iba en el asiento delantero. Y Mari, allí, en el asiento trasero del coche, apoyada en la ventanilla, tan débil. Miedo, un miedo infecto, eso es lo que sentí. Hice lo único que creía poder hacer: apartar las malas ideas de mi cabeza y continuar el viaje como si nada pasase y nada malo fuese a suceder.

Era 9 de agosto.

Aquella misma tarde, ya en casa, por teléfono, me empezaron a llegar informaciones contradictorias. Una de mis hermanas afirmaba que en una conversación con uno de los médicos la posibilidad de leucemia había aparecido. Ni de coña. Venga ya. Menos dramatismo. Esto era tan solo una anemia, joder. Durante unas horas nadie quiso creerla. Es más, tocaba criticar su excesiva teatralidad. Tan lúcidos. Los Almeidas. Tan gilipollas. En el fondo tampoco se podía criticarnos demasiado. Era pura defensa emocional. Nos daban igual los indicios. No lo queríamos creer. No nos podía volver a pasar de nuevo. Y menos a ella. Otra vez. Tal vez negándolo una y cien veces podríamos esquivar a la verdad.

Solo volví a ver a Mari en dos ocasiones más. La leucemia era extremadamente agresiva y por tanto también lo fue el tratamiento. Con su sistema inmune debilitado lo mejor era que estuviese prácticamente aislada. La primera de esas veces, lo que debía ser un encuentro tranquilo y privado se convirtió, por culpa de otros hermanos, en un momento desagradable y difícil. Todos queríamos verla. Recuerdo mi estrés, lo que pensaba en ese momento: "no debíamos estar tantos allí dentro, eso podía perjudicar su recuperación..." En el fondo, de nuevo, no quería ver nada de lo que estaba pasando. Qué tonto, qué ingenuo. Qué pena. Seguramente los médicos, al permitirnos entrar a todos por turnos a verla en una situación tan grave como esa, nos estaban dando una oportunidad para empezar a despedirnos. Yo no me enteré. Ella, desde luego, tampoco. Qué bien salen todas esas mierdas emocionales en el cine.

La última vez que la vi fue aquella madrugada en la que murió. Nosotros habíamos vuelto a Sevilla a finales de agosto. El tiempo parecía suspendido mientras la familia empezaba a metabolizar la enorme gravedad de lo que ocurría, sin dejar de hacer planes de futuro para la gestión de la recuperación de Mari. El dolor, el miedo, el cansancio y la rabia reabrían viejas heridas y provocaban nuevos enfrentamientos. Aquella noche Carol y yo habíamos vuelto a casa descansar mientras mi madre, de nuevo, se quedaba a pasar la noche con ella. Todas las noches (excepto una), durante 30 días, una detrás de otra, permaneció mi madre con su hija en el hospital. Más allá de medianoche recibí un mensaje suyo al móvil: "Pepe, qué malita la veo..." Mi madre, por fin, tras negarse una y otra vez a aceptar la gravedad de la situación parecía asumirlo por fin. Y todo se derrumbaba a nuestro alrededor. Horas después alguien nos llamó. Había que ir al hospital. Deprisa. Recuerdo el silencio con el que Carol y yo nos preparamos para salir. Un silencio atroz que se deslizaba por cada rincón de esa casa en la que tantas veces tantas voces lo llenaron todo.

El hospital. Confío absolutamente en la medicina científica. Es la única oportunidad que tenemos. Por ello ese lugar también debiera ser un reflejo de esperanza. No es así en mi caso. Después de tantos años reconozco que cada vez que me acerco a uno de ellos solo siento horror. La sala de espera. Un abrazo. No me podía quedar allí. Tenía que entrar. Me dejaron pasar. Compré de manera voluntaria el último pasaje disponible para el tren del terror. Entré en una habitación en la que mi hermana Mari, la decidida, la valiente, la vitalista, era ya puro hueso, un pajarillo tembloroso con sus manos aferradas desesperadamente a las de sus hermanas, Espe y Amparo. Solo pude mirar unos segundos antes de retirar la vista, aterrorizado, mientras caminaba hacia mi madre que allí, sentada en un sillón, contemplaba en silencio la escena, derruida, apaleada de nuevo por la vida. 

Era 9 de septiembre.

Un beso, Mari, cinco años después se te sigue echando de menos.